A los pocos días del derrumbe de las Torres Gemelas en Nueva York (no importa quién las haya tirado) el difunto Osama Bin Laden (no importa quién haya sido) lanzó una maldición  a los habitantes de Estados Unidos: no volveréis a dormir tranquilos, les dijo.

 

 

Hasta hoy esa imprecación se ha cumplido, pero por desgracia el terrorismo no sólo afectó para siempre la vida de los estadunidenses, sino de todos los habitantes del planeta, incluidos, quien lo diría, aquellos cuya tarde sabatina de futbol en La Laguna se vio interrumpida por la sicosis y el pánico de un estadio hundido en la turbulencia del miedo.

 

 

La palabra terrorismo, para mi modo de ver el sentido de las palabras, no es solamente la acción violenta para producir terror y amedrentar a los enemigos políticos, sino también vivir hundido en una sensación permanente de miedo. Y esa es la peor condición  de todas cuantas hemos generado como país en esta poco fecunda lucha del Estado contra sus enemigos.

 

 

La guerra contra el narcotráfico no les ha metido miedo a los narcotraficantes quienes ven la violencia como  un componente habitual en sus actividades. Ellos saben vivir en el filo de la muerte, del tiroteo y de la adrenalina constante. Este combate generalizado y sin tino, les ha causado más miedo a los ciudadanos. Hoy los mexicanos vivimos en medio de un mal disimulado temor frente a posibles hechos horrorosos.

 

 

La muy peligrosa situación generada en el estadio de Torreón, ese mismo en cuya inauguración se escuchó la rechifla monumental al Presidente quizá como expresión anónima y colectiva del rechazo a la violencia en la Comarca Lagunera,  es el ejemplo más apabullante de cómo cualquier accidente se interpreta como un riesgo colectivo ante la sicosis generalizada.

 

 

Ya podrán los especialistas en sicología de las masas explicarnos los sucesos y la reacción masiva del sábado pero no es indispensable un doctorado  en estas materias para darnos cuenta de hasta dónde vivimos la angustia producida por el miedo y lo nocivo de permanecer de esta manera, con la tranquilidad erradicada, con el temor en la espalda, con la secreta esperanza de no ser el siguiente en una lista hecha por quien sabe quién.

 

 

Las recomendaciones de vivir con bajo perfil, los consejos hasta de la policía de no usar joyas ni ostentar riqueza; los autos de lujo metidos en las cocheras; los peligros en la “micro” y en el Metro, la aventura de ser peatón; las calles como trincheras en poder de los desconocidos, la violencia paso a paso;  las recomendaciones paterna y maternas a los jóvenes para no acudir a sitios antaño frecuentes; la decadencia de los centros vacacionales, las migraciones fronterizas, el abandono de Tijuana,  Reynosa  o cualquier ciudad de la frontera norte o del sur, pues muy cerca de Tapachula queda Tijuanita; el pavor sobre rieles de “La bestia”, los cargamentos de migrantes secuestrados, los asaltos a domicilios en los cuales no se sabe si la puerta cae por patadas de criminales o por los arietes de la policía o el Ejército, tienen a los mexicanos en niveles de angustia mal disimulada, altamente peligrosa para la salud pública.

 

 

Las oficinas pública a donde no se puede entrar, los burócratas blindados hasta los vidrios de sus oficinas y las portezuelas y cristales de sus camionetas, los capullos de acero en los pasos de los ricos y los importantes, el pueblo desprotegido.

 

 

Los mexicanos, sin Osama, tampoco dormimos tranquilos. Eso se prueba con el increíble espectáculo de un estadio donde todos corren espantados como conejos mientras en el centro de la cancha el balón se muere de hastío. Todos se fueron sin saber a dónde, pero se fueron.

 

 

La delincuencia nos ha lanzado a una “yijhad” incomprensible. Le tenemos miedo al secuestro y a veces hasta a contestar el teléfono por la posibilidad de un aviso real o fingido; caminamos con los ojos en la nuca y sostenemos un frágil sueño casi con los párpados abiertos. Cualquier ruido –hasta los cohetones de la fiesta patronal–, se confunden con el inicio de una balacera.

 

 

La televisión ayuda a vivir en la congoja.

 

 

Con desparpajo nos exhiben y repiten las “hazañas” de los policías federales o estatales. Ya sea para mostrar las playeras del J.J. y su novia de hermosos silicones o para escuchar la autobiografía de “La mano con ojos” en un  despliegue jamás brindado a científico alguno o a persona de cualidades diferentes.

 

 

CALDERÓN

 

 

Hay una frase importante de Calderón en torno al miedo.

 

 

“Tanto miedo tengo, que aun para huir valor no tengo”:

 

 

Sí, lo dijo Calderón  de la Barca en “La hija del aire”, parte 2ª, jornada III; parte final de la escena XIV.

 

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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