“Não fala não pra mim, bebê; não fala não pra mim, bebê, fala que ainda sou o seu amor”, canta a su hijo de 4 años un hombre negro, recargado en la última farola de la calle ocupada por el campamento haitiano. También le canta la canción sobre un toro de cara negra que espanta a los niños temerosos de la noche que se niegan a dormir. Son canciones brasileñas que el padre aprendió mientras laboraba como albañil en aquellas tierras del sur. A unos pasos de esta pareja que pasa la tarde, está un autobús RTP y dos jovencitos de la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social del gobierno capitalino que, como pueden, intentan hacerse entender para que los antillanos acepten ir al albergue del Bosque de Tláhuac. Sí, aquel mismo que Sheinbaum cerró hace dos semanas porque consideró inviable mantenerlo abierto.

El gobierno mexicano, en efecto, camina en círculos en una lógica absurda. Primero, hace semanas, mueve a los migrantes que acampaban en la calle y los lleva a Tláhuac; luego desaparece ese albergue y dispersa a los migrantes. Muchos de ellos regresan a la calle donde acampaban originalmente. Ahora el gobierno reabre el albergue de Tláhuac porque quiere mover hacia allá a los nuevos haitianos que acampan en las calles de la Colonia Juárez.

Es como si el gobierno tratara de dirigir un río usando sólo sus manos.

El absurdo es detectado por los migrantes. Sólo 30 de unos 900 que hay en el lugar aceptan la invitación. Algunos dentro de esa treintena ya tienen papeles migratorios, así que irán a Tláhuac a descansar bajo techo, en lugar de hacerlo en casas de campaña, antes de reemprender el viaje. Los demás se quedan.

La Plaza Giordano Bruno es el centro de un lago endorreico formado por la migración haitiana. Esos ríos de migrantes están desplazándose desde América del Sur hacia México y se estancan unos días en la Giordano porque a un par de cuadras de allí está la Comisión Mexicana para Ayuda a Refugiados.

Cualquier persona venida de Haití, donde la muerte violenta es el pan de cada día, cumple las condiciones para el asilo en México, pero la Comisión se empeña en trámites increíblemente lentos para dar las tarjetas con la que los antillanos retoman su camino hacia el norte. Así, el lago haitiano se mantiene lleno y finalmente se desborda: las calles de Londres, Lisboa, Roma y Bruselas ya tienen casas de campaña.

Van cuatro ocasiones en las que el Gobierno Federal en colaboración con el Gobierno de la Ciudad levantan el campamento haitiano. Pero éste vuelve a aparecer con el goteo de nuevas familias llegadas desde el sur. En cada reaparición de la llamada Pequeña Haití de la Colonia Juárez, un par de días ha bastado para que las casas de campaña reaparezcan. Hoy, en la cuarta recarga del campamento, ya no hay espacio ni lonas para todos.

–¿Y si llueve?–, se le pregunta a una mujer que juguetea con una pequeña niña de unos tres años a un costado de la plaza.

–Nos ponemos de pie –responde la mujer mientras señala una pequeña cornisa que es lo único que los protegería.

–¿Con la niña?

–No, ella está en una de las tiendas.

Luego se aclara la situación, la niña no es hija de la mujer, pero allí ya hay una comunidad en la que los más pequeños son monitoreados por todos los adultos.

La mujer y la niña son parte del nuevo estancamiento haitiano en la Ciudad de México. Ambas requieren papeles de COMAR para seguir su viaje. De hecho el dique que representa la Comisión para esta ola migrante es igual de absurda que el accionar del gobierno de Sheinbaum abriendo y cerrando albergues. La COMAR no puede allegarse más información que la que le da el propio migrante, ¿a quién va a contactar e Haití para saber se hay problemas legales con el solicitante? No hay gobierno haitiano capaz de responder y, si responde, los pone en riesgo porque muchos de estos haitianos salieron huyendo de su país cuando la normalidad democrática se quebró (mataron al presidente hace 2 años).

Las citas más próximas para ser atendido en la Comisión están fechadas para el 30 de mayo; las demás se verificarán en junio. El lago haitiano seguirá allí.

Muchos de los que se niegan a alejarse de la COMAR son parejas que traen consigo a sus hijos pequeños. El drama continúa y el gobierno mexicano no sabe exactamente qué hacer. Por lo pronto, les ofrece la reapertura de un albergue que la propia autoridad había declarado inviable.