Derbez era un hombre cuya capacidad intelectual le permitía colocarse en muchos planos de manera simultánea. Lo mismo experimentó en la industria cinematográfica (De la calle) como en el mundo editorial…
—¿Por qué me dices usía?, me preguntó una tarde Julio Derbez del Pino mientras sonreía un poco de medio lado.
Sus ojos expresivos, brillantes y alegres eran una invitación a la charla. Su bigote denso y delineado, sus ademanes cordiales, su evidente inteligencia. Así se podrían poner los trazos iniciales de un retrato suyo.
—Te digo usía por un arcaísmo, Julio; es una forma vieja, una síncopa para decirte “su señoría”.
—Bueno, pues ahora seremos “usías” los dos.
Como sucede en muchas ocasiones —y perdón de antemano por personalizar esta columna y convertirla en un testimonio—, pero (como dijo César Vallejo, “hay golpes en la vida…”), no recuerdo claramente cómo conocí a Julio Derbez. Recuerdo sí, perfectamente, cuando comencé a quererlo.
Una tarde recibí en la oficina de entonces (debe haber sido hace más de 15 años) un libro dentro de un sobre amarillo. Lo enviaba la editorial Planeta, o Grijalbo, la verdad no importa cuál. Llevaba un tomo con una dedicatoria enteramente convencional. Tal como se le dedica un libro a un desconocido.
Nos vimos para desayunar en un viejo comedero de políticos decadentes y entre bromas y veras se inició una relación realmente importante. Derbez y yo habíamos trabajado, sin saberlo, siempre en la misma esfera generacional. Él muy cerca de Emilio Gamboa en sus diferentes áreas y yo una sola vez en la Presidencia de la República.
Derbez era un hombre cuya capacidad intelectual le permitía colocarse en muchos planos de manera simultánea. Lo mismo experimentó en la industria cinematográfica (De la calle) como en el mundo editorial. Escribió cinco o seis novelas, la más conocida de las cuales fue la Fábula de Amatlán, una especie de parodia satírica del gobierno de Vicente Fox.
Me la dio a leer. Lo hice.
—¿Qué te pareció?
—No me gusta, Julio, no me convence”.
—Entonces la publico así como está usía”. Y se echó a reír mientras encendía uno de sus olvidados puritos aromáticos cuyo humo azulado alegraba la oficina de Insurgentes.
Julio me había invitado a planear un semanario. Yo venía de la experiencia de dirigir durante diez años Época cuya historia ahora no viene al caso.
—Vente conmigo, ayúdame a diseñar el producto (Vértigo).
—Nos pusimos de acuerdo con el compromiso de permanecer juntos hasta el lanzamiento editorial y después separarnos. Accedió de momento. Al final de cuentas nos quedamos juntos como cinco años a pesar de las intrigas y zancadillas de los ofidios internos.
Todo entre nosotros fue armonía y respeto, afecto, camaradería. Nos unían muchas cosas, entre ellas la amistad de cada uno con Jaime Sabines, con Eduardo Pesqueira y otros más.
Pero un día llegó la noticia triste y terrible. Cáncer. Habíamos todos pronunciado la palabra maldita. Lo vi en las horas postoperatorias del pulmón extirpado. Lo miré soñar en su terraza sobre el Tepozteco, lo vi disminuirse físicamente y le agradecí como no lo he hecho con nadie la escritura de un libro: el itinerario del intruso donde cuenta su infinito amor por la vida (si la vida se llama Claudia) y su encuentro con una divinidad olvidada.
Julio Derbez halló consuelo en la fe. El intruso en su vida no fue el cáncer, fue Dios y en él halló el consuelo negado por la ciencia y por la vida misma.
Ahora Julio es un intruso en el dominio de ese Dios quien lo acompañó hasta el último de sus días. Descanse en paz.
rafael.cardona.sandoval@gmail.com