A veces sus nombres nos hacen pensar en rumbos desconocidos como cuando se nos dice los Alisios, los Contralisios, los temibles Sirocos o los Mistrales de arrebato enloquecedor. Viento del sur, surada; viento del norte. Van Gogh, dicen, se mutiló la oreja cuando soplaba furioso el viento sobre Arlés. Lo ignoro como también cómo sucede esa extraña formación de cono furioso llamado tornado, en cuya espiral pueden volar casas o niñas y perros en busca del camino amarillo.

La vida humana comienza según el alfarero bíblico con el soplo de Dios sobre la arcilla y el dicho aire transmitió la vida y la semejanza divina cada vez más incompresible.

Aires de grandeza tiene los pedantes, especialmente los burócratas de medio pelo cuya conducta los hace caminar con el pecho un paso adelante de sus zapatos. Todos se sienten Napoleón y se sueñan emperadores de su propia mediocridad.

La semejanza familiar se mide por aires. Todos vemos en el mocoso cuyo primer cumpleaños se festeja en Pachuca, ”La bella airosa”, un  cierto aire de familia aun cuando la pequeña edad haga difícil distinguir dichos rasgos.

Torean los matadores cómodos y aliviados ante la embestida dócil de algún toro pastueño, “a su aire”; es decir, en su dominio, en su terreno, con facilidad, con holgura, a su gusto y mando. Tranquilos.

En Tehuantepec sopla furioso un viento selvático y perturbador y hay lugares tan maravillosos como La Ventosa o ya de plano –si nos vamos más lejos–, la señorial ciudad de Buenos Aires, cuyo nombre debería ser Buenos Vientos, pues todos lo sabemos: el aire es una simple combinación de gases presentes en la biosfera, y el viento se produce y se siente y se percibe y se goza –todos somos papalotes en el viento de la vida, diría el cursi–,  cuando esa masa invisible se pone en movimiento por una compleja conjunción de porciones y elementos barométricos.

La elegancia y el confort se miden por lo acondicionado del aire y ese frescor (al menos en los autos) no es sino la presencia de un gas llamado freón, en un compresor cuyo soplido nos permite viajar siempre a la misma temperatura; frescos, sin importar cómo el sol caliente la hoja de lata de los modernos fotingos,  ninguno de los cuales tiene aquellas láminas de acorazado soviético tan propias de los viejos Packard o los infaltables Cadillac.

La ciudad de México se envolvió en bufandas tironeadas durante varios días de la semana reciente. La sopladera nos regaló el milagro de un frescos ya casi olvidado y entre la delicia del paisaje de volcanes nevados y la pureza del cielo y el azul incomparable, nos trajo otras noticias como la derrota de los Imecas. No de los chichimecas cuyas mujeres (el nombre lo dice) tenían notorias prominencias pectorales.

No; los Imecas son los grados con los cuales se ha hecho un índice metropolitano para la medir la calidad del aire, lo cual resulta a veces innecesario: basta con alzar la vista (o bajarla, si se está en un aeroplano) y mirar la grisura deprimente del aire cuya transparencia fue de enorme hermosura en tiempos idos.

La liquidez del aire, la suavidad del viento, fueron parte de nuestra geografía, indudablemente.

Hoy ya no tenemos días claros ni transparencia duradera. Esta palabra, transparencia, se usa para las evidencias administrativas con las cuales queremos llegar a la legalidad plena cuando deberíamos preocuparnos tanto de eso como de la claridad del aire.

Hay instituciones para la transparencia cuya utilidad real es ninguna, como el célebre INAI, simple nido de dorados burócratas buenos para el rollo e innecesarios para la vida cotidiana como sucede con otros órganos autónomos de cuyo nombre no quiero acordarme. Signos de un discurso modernizador y fracasado; pero en fin.

Mejor pensemos en la dulzura del viento cuan do baja de la helada serranía, cuando envuelve el malva de las tardes en llamas o cuando hace el trabajo rechazado por la burocracia: derribar los anuncios cuya proliferación ha hecho de muchas partes de esta ciudad un desgraciado “collage” de extrema fealdad.

La llamada “publicidad exterior” solamente ensucia y contamina visualmente nuestro paisaje. Bastante horrible es el panorama de azoteas chaparras y tinacos negros, como para agregarle el horror de esos rectángulos estridentes sostenidos por estructuras y varillas de metal, gracias a  cuya presencia esta dejó de ser la ciudad de los palacios y se volvió la ciudad de los adefesios.

Por lo pronto es necesario evitar la alburera pregunta del empleado de la gasolinera: “¿le checamos el aire, joven?”

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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