Vicente era un hombre talentoso, lleno de ingenio y picardía crítica. Dominaba la prosa con excelencia y su imaginación desbordada logró páginas periodísticas de enorme calidad.
A Vicente Leñero lo conocí en una bodega de escobas, trapeadores y detergentes. También había paquetes olvidados de revistas cuyas páginas jamás conocieron el ojo humano.
Ahí, en el tercer piso del edificio donde hoy se edita el diario Milenio, Leñero fumaba en abierto desafío a los miles y miles de papeles empacados y se sostenía la quijada en ese gesto eterno con el cual meditaba el invencible viaje de un alfil o planeaba la portada de un semanario (Claudia, en ese tiempo), mucho antes de la aventura de Revista de revistas o Proceso, donde fue subdirector tantos años.
El motivo para aquella conversación fue una entrevista para una cadena radiofónica de Miami, en la cual yo colaboraba en los años iniciales de la carrera y sólo en la bodega había silencio. Leñero ya era un consagrado. El Premio Biblioteca Breve lo había puesto en ese tiempo al mismo nivel de Mario Vargas Llosa.
Después ya sus carreras se distanciaron. Vargas Llosa no se detuvo hasta llegar al Nobel. Leñero persistió en la obra teatral y el periodismo. Cada quien lo suyo, o como hubiera dicho Basurto, cada quien su vida. Y su literatura.
Leñero fue un hombre dual.
Por un lado, su periodismo infinitamente profesional y bien hecho, y por la otra su literatura, ya fuera en la novela (Los albañiles, principalmente) o la dramaturgia (El evangelio de Lucas Gavilán, como ejemplo).
Vicente era un hombre talentoso, lleno de ingenio y picardía crítica. Dominaba la prosa con excelencia y su imaginación desbordada logró páginas periodísticas de enorme calidad. Recuerdo ahora un reportaje sobre la escultura de Paco Olaguíbel de “La flechadora”, en el cual midió las proporciones del cuerpo de bronce —la enormidad de su abrazo sofocante, el imposible apretón de sus muslos, la frondosidad en peso de su cabellera; sus volúmenes, sus texturas, su sonrisa de metal— con una lujuria caso “efraínhuertiana” y describió los efectos del idilio imposible con la estatua más famosa de la mujer mexicana.
La mañana en la redacción de Revista de revistas olía a café y tabaco. Hero Rodríguez Newman y Leñero hacían un semanario hermoso de alta calidad, alejado del formato pequeño de la publicación originaria de la Casa Excélsior. Esa revista sufrió la decadencia mientras el diario y su ediciones alzaban el prestigio de una cooperativa hoy desaparecida.
Todo se intentó. La dirigieron desde Carlos Denegri hasta Enrique Loubet Jr. Nada funcionó, la vieja abuela se murió de vieja. Y el destino de la cooperativa, pues ya lo dirá otro.
Imposible hablar de Leñero sin recordar una novela-testimonio-reportaje: Los periodistas.
Esa obra fue escrita como los textos de Francisco López de Gómara para Hernán Cortés. Una versión a modo donde el Gran Capitán jamás comete errores y si los comete, dejan de ser errores. Así lo hizo Vicente para Julio Scherer.
El libro, tan celebrado en las escuelas de periodismo gracias a su oportunidad y buen estilo (además de la exaltación del mito), tiene partes noveladas cuya naturaleza le disculpa la inexactitud. Hay momentos de mala información; otros de irreflexiva condena para quienes sin la devoción exigida decidieron salir del templo de la pureza antes de comulgar en la misa del Papa Julio.
Pero eso hoy ya no importa.
Hoy de Vicente sólo queda el recuerdo de su enorme talento y de su buena fe, creo. Descanse en paz.
rafael.cardona.sandoval@gmail.com