Y si la indignación catalana por 20 céntimos podía perturbar al caudillo, cómo nos vamos aquí a evitar la revolucionaria y democrática cultura del no me da la gana.
No estoy seguro si lo siguiente lo dijo en verdad Jean Paul Sartre (para ser congruente con el título de esta columna se debe comenzar con una negación), pero “si non e vero e bien trovatto”, como dicen por ahí: —La libertad es decir no.
Y si esa idea es cierta, éste es uno de los países más libres del mundo. A todo le decimos no.
Quiere el gobierno, como en Coyoacán, por ejemplo, instalar los parquímetros para racionalizar el uso del espacio público, pues no, señor. No y no. Protestan los vecinos y se quejan; protestan los “franeleros”, esos usurpadores del arroyo, cuya función es ni más ni menos el cobro de “derecho de piso” (y de paso) y contra quienes antes protestaban los vecinos, convertidos ahora en cómplices de la protesta.
Hace algunos años una señora se acercó a esta columna porque no quería una cabina telefónica en la banqueta de su casa. Iba a haber mucha gente frente a sus ventanas y no quería ojos curiosos ni presencias sospechosas. Peleó con uñas y dientes, habló, se quejó, se afilió al PRD y logró, por fin, mover la cabina veinte metro más al norte, frente a la casa de un vecino a quien poco le importaban los parlanchines de la vía pública. Ahora ya ni teléfonos públicos hay. Los franeleros los arrancaron.
Pero no sólo este ejemplo nos debería mover a pensar en la naturaleza no de esta ciudad, sino de cualquiera.
Hace unos días aparecieron, con motivo de la ridícula alza en el precio del Metro de la ciudad de México, los saltarines del torniquete. Po’s me saltó, po’s me brinco, po’s no me hacen nada.
A cambio del alza, la dirección del Sistema de Transporte Colectivo prometió retirar a los vendedores de los andenes y vagones, en especial a los estruendosos y estereofónicos vendedores de discos pirata. En lugar de retirarlos con la música (literalmente) a otra parte, los becaron. Los convirtieron en una especie de pasantes de la informalidad. Cuando acaben su curso, les darán un diploma para el debido ejercicio de su trabajo como agentes de divulgación musical y volverán ––quienes se retiraron temporalmente— a llenar de ruido los trenes.
Todo un caso.
Pero en otros países, a los cuales a veces miramos con ingenuidad provinciana tal si fueran modelos de alta cultura, pasan cosas similares. Me gustaría compartir con usted algunas líneas de este artículo publicado en El País Semanal, la revista del Grupo Prisa. Habla de cómo se generó la indignación por el alza del transporte en Barcelona, donde dicho sea de paso, como en toda España, la indignación es después del futbol el deporte favorito.
“En catalán Millet rima con billete, de modo que el eslogan estaba servido –dice Jorge Carrión en un artículo llamado ‘Los tranvías siguen atropellando en Barcelona’—, que el tiqué, el bono, el “bitllet”, los pague el saqueador del Palau de la Música.
“Convocados por la plataforma Stop Subidas Transporte, lo corean cada miércoles por la tarde grupos de personas de todas las edades, algunos de ellos con instrumentos musicales, en vagones y túneles del Metro de Barcelona. Ese chaval lleva una ‘T-1’ gigante colgada en la espalda. Esas dos treintañeras reparten fotocopias de denuncia. Y mira ese abuelo: sólo se saca el pito de la boca para recitar el precio del metro en las capitales europeas.
“A esas derivas postsituacionistas, a esos happenings políticos, los han llamado ‘vagues informatives’. Nos informan de que en Barcelona el precio del transporte público se ha encarecido este año hasta en un 7.15 por ciento; de que es más alto que en París; y de que don Félix (Millet, el saqueador) sigue en libertad. El primer día fueron tres concentraciones simultáneas, ahora ya son más de cincuenta. Cincuenta bicas de metro de entrada y cincuenta de salida, tras vagar, protestar y agitar conciencias. Repitan conmigo, venga, todos juntos: “¡el nostre bitllet, que el pagui Millet!”.
“En la Ciudad Condal, el transporte público tuvo como usuarios exclusivos, durante sus primeras décadas de existencia, a quienes podían permitírselo: los burgueses. Las primeras protestas populares, a finales del XIX y principios del XX, no fueron, por tanto contra las tarifas, sino contra los atropellos.
“El tranvía de Sants era conocido como ‘El Rey Herodes’ y la línea de San Andreu tenía como sobrenombre la guillotina”.
Bueno, hasta el más ilustre de los arquitectos, Antonio Gaudí fue muerto por un atropellamiento, mientras caminaba con la mente puesta en los laberintos geométricos de su inconclusa catedral.
Después el autor (Carrión) divaga y llega por fin al meollo: “cuando en enero de 1951 el pasaje subió de 50 a 70 céntimos, la gente salió a las calles y puso a la dictadura de Franco en su primer gran aprieto”.
Y si la indignación catalana por 20 céntimos podía perturbar al caudillo, cómo nos vamos aquí a evitar la revolucionaria y democrática cultura del no me da la gana.
—Y hágale, mi buen, ¡hágale como quiera…!