Deliberadamente había dejado pasar el tema, aun cuando el pasado domingo narré la estrambótica afición del general Francisco Villa (ni era general, ni era Francisco), por los toros de lidia o por la lidia de toros, como se quiera ver.

El principal de los argumentos antitaurinos es el sufrimiento del toro para esparcimiento del populacho ebrio, salvaje, gritón y violento.

Quienes no compartimos por completo esa actitud, comprendemos la lidia del toro como una oportunidad de expresión humana frente al peligro no exento de arcaicas resonancias, lo cual –es cierto— se ha desvirtuado hasta el punto de la extinción.

A mí no me asusta ni me aflige la decadencia de la fiesta ni su pronta extinción. Hace muchos años dejé de ver en las plazas momentos estelares, significativos, justificantes de la sangre humana y animal.  

Va a ocurrir. La fiesta, cada vez más pachanga innoble–, se va a extinguir, como se han perdido tantas cosas en el mar del tiempo, como las fiestas de cañas, las justas de caballeros con lanza y los ferrocarriles de vapor.

Pero no se diluirá en el mundo por los argumentos blandengues de los animalistas cuya piedad es selectiva.  Solamente la pelea digna, frente a un toro en plenitud de crianza, con sentido y fiereza, y con oportunidad de herir a sus lidiadores (matadores, peones, picadores banderilleros), justifica “la salvajada”.

Pero de ahí a incurrir en la condena porque acudir a una plaza no nos hace mejores personas, como dice el señor Jerónimo Sánchez, director general de “Animal Heroes” (debe haber aprendido gramática en una miserable academia de Falfurrias), hay una distancia significativa. Tanto como la ligereza del poco enterado cronista David Faitelson, quien ha dicho con la jactancia de su ignorancia totalizadora, es una fiesta estúpida para estúpidos. Quién sabe si su clasificación incluya a Picasso, Alberti, García Lorca y otros. Esos pobres no eran capaces de narrar a gritos un partido de panbol.

Hay argumentos inteligentes; otros no.

Por ejemplo, esto de condenar una plaza de toros porque no es un centro de autoayuda, como si leyéramos a cualquiera de estos santones de la superación personal, cuyo comercio pretende llevar de la mano a frustrados, sensibles, arrinconados en la sanación comercial a lograr (dilo, dilo), “la mejor versión de nosotros mismos” no es una estupidez. Es una tontería (iba a escribir pendejada, pero mejor no).

–“Ni una corrida más en México, ni en la Ciudad de México ni en Jalisco ni en ninguna ciudad (Jalisco no es una ciudad; es un estado). No podemos permitir que se disfrute una corrida de toros, sólo es cuestión de escuchar cómo gime un toro en una corrida de toros.

“Alguien que va a la corrida de toros (Reforma 10.12.23) no sale siendo mejor persona, no deja nada bueno, no aporta absolutamente ningún valor para un México que tiene altos niveles de violencia y para eso no abona absolutamente nada la tauromaquia…”

–¿Dónde está la relación entre violencia criminal y festejos taurinos? No existe. La patraña de los violentos educados en plazas de toros, o convertido en sicarios o asesinos o golpeadores de mujeres porque los estimula la sangre de los toros, tampoco es una estupidez. Es otra tontería (tampoco ahora voy a escribir pendejada).

Yo no se cuántas actividades humanas de carácter público logren la milagrosa conversión de las personas.

Ignoro si acudir a una ópera (así sea Carmen, donde se torea) nos haga mejores en algún grado o sentido. Si los conciertos, las exposiciones de arte o la sagrada misa nos hicieran mejores, pues de seguro el mundo sería distinto, pero no lo es. En todas partes del mundo –con toros o sin ellos–, hay conciertos y música y artes plásticas.  

No se puede confundir un cartel en la puerta de una Plaza con un cártel de criminales y asesinos.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona