Quizá la memoria deje de lado algún  detalle.

Por ejemplo, los colores de su falda o la altura de sus tacones de maestra de escuela primaria o lo corto de su cabello peinado con un  partido del lado izquierdo. Posiblemente olvide algo; pero lo inolvidable, lo permanente, fue ese grito de látigo certero a la mitad de un corredor curvo en el centro de convenciones del Instituto Mexicano del Seguro Social:

–¡David!, eres un cerdo.

Y tampoco queda para pasto del olvido el sonido casi metálico de la palma furiosa sobre la desprevenida mejilla de David Alfaro Siqueiros, ”El coronelazo”, atravesado pistolero; incendiario (en varios sentidos), un hombre capaz de ametrallar la casa de León Trotsky; pero  inerme ante la rabia de una mujer encendida, cuya sorpresa lo dejó con la cara de lado y el gesto estupefacto.

Evoco la cámara oportuna de Aarón Sánchez, mi compañero de entonces, quien a un lado escuchaba el diálogo de Raquel Tibol con el muralista ahora abofeteado.

Eso ocurrió hace muchos años, durante el gobierno de Luis Echeverría cuando se desarrollaban en el Centro Médico Nacional las mesas redondas, los paneles, las conferencias del Año Internacional de la Mujer.

Momentos después le pregunté a Siqueiros por qué no había reaccionado, por qué había dejado irse Raquel sin pedirle siquiera una explicación del golpe, porqué no la había sujetado o de menos le había expresado algo ante su violenta actitud. Siquiera como hubiera hecho su abuelo el “Siete filos”, una rotunda mentada de madre. Algo. No era como había dicho un curioso cuyo paso lo alejaba de la escena: “…se la hubiera regresado, maestro…”; no, de ninguna manera.

–No se le olvide, joven, yo se me comportar con una mujer, y Raquel, sea como sea, es una dama”. Algo así más o menos me dijo.

Y luego hablé con Raquel: maestra, ¿qué sucedió, cómo fue eso, cómo arreglar las cosas a golpes?

Me sulfuré con esas cosas tan machistas de David, uno también  tiene su temperamento. Ya no tiene caso seguir con eso, le ofrecí una disculpa.

–¿Y la aceptó?

–Claro, es un caballero.

A partir de aquella ocasión tuve oportunidad de tratar a Raquel. Su ojo crítico era implacable cuando se trataba de calificar el arte, el valor de las cosas:

–Mira, me dijo en una de las últimas ocasiones, nadie me puede venir a decir sobre la calidad de un muchacho ocurrente cuyo talento consiste en poner una caja de zapatos en medio de una sala vacía. Eso no es ni una “instalación” ni nada. No tiene relación con el arte. Esas son payasadas.”

Obviamente se refería a la invención de entonces, el arte a veces simpático del aprovechamiento de objetos en el amontonamiento de la casualidad, como hace Gabriel Orozco, nuestra estrella contemporánea, cuya fama flota en el cielo colgada del esqueleto blanqueado en sal de una ballena.

Hablar con ella, en  privado o en público, como hicimos en tantas entrevistas (casi todas difundidas por Radio 13) era una verdadera delicia.

Las jóvenes la escuchaban con los ojos muy abiertos y los hombres percibían el deleite de su precisión interminable. Docta, culta, con una vena de sarcasmo feliz en la palabra, Raquel era –cuando quería y con quien quería–, una mujer encantadora en muchos sentidos,  de amplia cultura y de feliz encuentro cotidiano con la inteligencia.

Era una mujer tan notable como para vivir feliz rodeada de enemigos, adversarios, críticos de su crítica, pero alegre en la autonomía de su longevidad al volante de su auto

–Nos vemos a semana entrante, me dijo en la última cita hace ya largo tiempo. No se pudo ya.

Pero esa semana, estoy seguro, llegará, llegará…

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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