Quizá esta columna debería ser más una crónica.

Quizá debería describir la algarabía infantil de los alumnos de la escuela República de España, cuyo nombre hace ya muchos años era Escuela Primera República del Perú, “M-2424”, cuando fueron llamados a presenciar una ceremonia con el Presidente de la República, Enrique Peña; el jefe de Gobierno de la ciudad de México Miguel Ángel Mancera y un periodista, Jacobo Zabludovsky ( al cual ninguno de ellos –casi párvulos–, conoció en sus años de omnipresente presencia informativa en México) pero cuyo trabajo llenó la historia mexicana por lo menos desde la irrupción de la televisión en este país a mediados del pasado siglo.

Posiblemente todo eso debería decir esta colaboración.

Debería dedicar algún espacio a describir el escenario, pues en el patio escolar –donde se hacen los lunes ceremonias cívicas para la bandera y la maestra y directora Judith Martínez les enseña a los niños a cantar el Himno Nacional con la misma devoción de cuando en 1934 en esas baldosas y las ventanas vecinas resonaba las notas de “La Marsellesa” o “La Internacional”— hoy se mira una falsa pared cubierta de fotografías de muchos grandes personajes entrevistados por ese señor cuyo impecable traje azul profundo, apenas disimula el fulgor de su agradecimiento y cuya voz le dió perfil y fondo a la memoria reciente.

–Es que Jacobo habló con el mundo, me dice Angélica Martínez, una joven con ojos almendrados y pupilas de gato

Y yo le contesto, sí, pero el mundo respondió sus preguntas y él nos regaló las respuestas.

Pero lo notable, y de eso debería tratar esta columna, es de quién habló Zabludovsky durante su homenaje, acto de cuya trascendencia política nos ocuparemos después (al fin y al cabo esto pretende ser un análisis político cotidiano).

Jacobo solamente habló de una mujer de imposible presencia en la ceremonia ya dicha. Una mujer anónima hasta entonces, hallada en los campos boscosos de la fama, donde hubo conocimiento de miles de personajes de la historia; toreros, poetas, pintores, deportistas; Pontífices y presidentes; guerrilleros, dictadores y fundadores de países, cantantes y astronautas.

Se llamaba Josefina Huitrón y era maestra.

Lo fue en el primer año de la enseñanza primaria hace tantas décadas como para no contarlas y debe haber sabido muchas cosas, pero de entre todas ellas Jacobo recuerda una, la más importante, la más aromática con su olor de grafito y madera; porque en la lengua de la gratitud sólo hubo lugar para ella, para su memoria, para su enseñanza.

–“…Me enseñó a agarrar un lápiz y me cambió la vida”.

Y aquí es donde la columna debe regresar sobre sus pasos pues la educación, ese conjunto de conocimientos, actitudes y valores para cuya colección vamos a esos edificios llamados escuelas y conocemos a esas personas llamadas maestros, no tiene ningún otro significado, excepto cambiarnos la vida.

Saber nos hace y la hechura nos cambia. Nos saca del pozo de la ignorancia y nos estimula, nos ilumina, nos redime, diría alguien más.

Por eso Zabludovsky le agradece a su maestra de quien ya nada queda excepto su espíritu impregnado en los viejos muros y el aire de la tarde y el recuerdo. Y también agradece, así, en general, a un gremio ahora denostado e incomprendido, el magisterio, cuya sacerdotal amplitud no se acaba con la CNTE, o con aparentes coordinadoras cuya función no es cambiar la vida, sino aumentar el atraso y la ignorancia mediante el sabotaje a la cultura y el civismo.

La presencia del Presidente y el Jefe de Gobierno juntos, en esa escuela para una ceremonia en el nombre de la República, para honrar a un hombre profesional y productivo, sensato, infatigable y tenaz, también sirvió (así no haya sido el motivo principal) para reconocer la calidad y vigencia de la escuela pública, laica y gratuita de México, principalmente en los tiempos cuando una Reforma Educativa pretende ahondar esas cualidades y aumentar esas calidades.

Todo eso debería decir esta columna. Pero a fin de cuentas las páginas del diario dicen cuanto dicen, no cuanto deberían decir, como la vida misma,
Vigente nada más con sus haberes, no con sus ensueños, no con sus anhelos. No hay mas leña… Quien se va, se va, quien se queda se queda y nadie le debe reclamar al entomólogo el frio alfiler en el cuerpo de la mariposa de alas aquietadas.

Por eso esta colaboración no tiene nada por agregar, nada más le quiere dar un abrazo al periodista de tantos años, al hombre cuya mano ha sido generosa y cuyo consejo ha sido invaluable, a quien alguna vez me brindó su mesa y su casa; su tiempo y su compañía.

Y si le fuera dado a este redactor agregar algo, pues debería decir sobre lo oportuno de estos homenajes, lo importante de presentar estos ejemplos de trascedente responsabilidad profesional, para oponer estos casos a los muchos ejemplos tristes de un país donde algunos a veces parecen haber extraviado el rumbo y hacernos a los demás perder el rumbo.

Quizá todo sea cosa, a lo largo de la vida, de recordar a quien nos enseñó a leer a escribir y a tomar un lápiz entre los dedos. Quizá.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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