Mis condolencias para Carlos Ferreyra y familia
Hace muchos años Joan Manuel Serrat, desternillado, me contó una historia sensacional.
Un ejemplo de cómo se puede ser imbécil, sin darse cuenta, porque ya lo sabemos, el estúpido suele ser tan profundamente pendejo, como para no darse cuenta de su idiotez o, como los maridos cornudos, tarda mucho en saberlo y por lo general lo niega. O por lo menos lo ponen en duda. Cuando ya no puede pasar por la puerta, ni ponerse el sombrero, lo comienza a aceptar.
En un pueblo catalán, un alcalde empeñoso –decía JMS–, decidió pasar a la posteridad mediante la instalación en la plaza pública, de un policromado reloj de sol cuya aguja marcaría con la exactitud del astro rey, el filo del mediodía y la caída de la tarde.
Y para eso, convocó a una colecta popular. También llamó a expertos y hasta un astrónomo cuyas luces, junto con las del climatólogo, determinarían la precisión del sitio, la orientación de los números y las sucesivas inclinaciones de la tierra. Todo en nombre de la perfección gnonómica, pues gnomon se llama la aguja cuya sombra marca la hora.
Un año tardó el empeño y cuando lo acabaron todo fue festejo, algarabía y jolgorio cuando con la simbólica llegada del mediodía, el reloj fue inaugurado con tambores, pífanos y platillos sonoros.
Pero un día comenzó a llover.
El alcalde, preocupado por no haber previsto la pluvial contingencia, tomó una decisión fundamental para su vida: lo mandó cubrir con un bonito cobertizo de lámina de zinc, para protegerlo de la lluvia… y del sol.
Esto, al parecer obra de un baturro incurable, sucede todos los días en la ciudad de México.
Por ejemplo, el “superpolicía” de la IV-T, Omar García Harfusch, tan apto para algunas otras cosas, no impide la cultura del estorbo: para aligerar la circulación, se deben poner obstáculos a la circulación, se deben escuadrar las esquinas para dificultar las vueltas a la derecha, antes fluidamente continuas y con amplitud (paradójicamente en esta capital cuatroteísta, se prohíbe dar vuelta a la izquierda); y cuando el flujo aumenta, se cierran los acceso al Viaducto, así sea en el crucero con la calzada de Tlalpan.
Y quien quiere llegar al aeropuerto, pues se jode o se forma en una fila india (sin discriminación), para darle una propina a dos matacuaces cuya complicidad con los cuicos, es suficiente para mover los conos y los tambos naranja del estorbo.
Pero donde las cosas llegan al punto del Premio Nobel para la estupidez es en la glorieta de Insurgentes, abajito del despacho de don Omar.
En esa intersección de Chapultepec e Insurgentes, está la estación de la más larga línea del Metrobús. Para ir al andén se sube un piso. Todo está muy bonito pero los elevadores para minusválidos en silla de ruedas están cerrados, porque como cualquier estación migratoria de respeto (en la 4T), el encargado se llevó la llave. Cosa frecuente.
Pero además tiene escaleras eléctricas. ¡Y funcionan!, bueno a medias. Solo las del descenso. Las de subida, no las encienden. Y eso es un. atropello a la ciencia popular cuya sentencia nos dice: de bajada hasta las calabazas ruedan:
Son verdaderamente geniales.
Pero eso es habitual en un país donde los espectaculares políticos ilegales se ponen solos; las campañas se disfrazan de concursos de selección para extravagantes comités o frentes indefinidos o se derriba una montaña rusa del parque de diversiones, en lugar de repararla y ponerla al servicio de los niños.
O ponerle al “nuevo” parque, Aztlán, en lugar de Chapultepec, porque se quiere un nombre radicalmente indígena, como si lo del cerro del chapulín fuera arameo, es el colmo de la memez.
De concurso…
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