Hubo en tiempo en el cual el Presidente de la República era llamado con toda pompa, el “Primer Obrero de la Nación”. Por ahí andaba “El mangotas”, como llamaban a Don Adolfo López Mateos cuyo despacho fue el de la secretaría del Trabajo de donde saltó venturoso a “la grande”; a la silla dorada, a convivir con Doña Leonor.
No importa su respuesta ante los ferrocarrileros ni ante los médicos de incipiente movimiento. Nada, todo lo abarcaba su enorme abrazo, su solidaridad con los trabajadores, o mejor dicho con los líderes de los trabajadores.
Así vinieron las cosas y pongo aquella fecha por tratarse del presidente en cuyo periodo celebró México los 50 años de su Revolución, y como ha pasado medio siglo hoy vemos otras cosas en el Zócalo aburrido de mirar cómo transcurre nuestra historia sobre su piel de piedra o de cemento o de polvo, según haya sido el caso.
Hoy los antiguos empleados de la Compañía de Luz, demasiado burócratas para llamar los obreros, harto fatigados de vivir en la mediocridad y el abuso contra los consumidores, pero no por eso dispensados ellos mismos de sostener a sus familias y jamar si se puede tres veces al día, se lanzan a una simbólica huelga de hambre cuyos resultados ya conocemos, pues hasta uno de ellos, el impresentable señor Fernando Amezcua, jefe de propaganda del SME, se despacha la abstinencia alimentaria sin dejar por ello de viajar a Caracas donde lo esperan de seguro personas más comprensivas.
Es el primer caso en la historia de un ayuno aeronáutico.
Y los demás, no van a llevar la huelga hasta sus confines perniciosos y mortales. Se van a hacer los sufridos un rato y cuando nadie los vea le van a meter al suerito o a la agüita de limón y si el disimulo es mayor pues siempre habrá una tortita clandestina, como hicieron en su tiempo otros conocidos farsantes del hambre como arma de presión y de chantaje.
Me refiero a Carlos Salinas de Gortari, por ejemplo y a Luis H. Álvarez y al rotundo señor “Maquío” Clouthier quien luego lueguito se convenció de alzar la protesta y se fue a empacar unos buenos bollos al restaurante más cercano a su corazón, pues en el yantar no hay razones.
Pero los trabajadores quizá hagan hoy, de la mano de sus líderes, un magno escarnio en el cual prueben la fortaleza de sus convicciones y su rechazo al proyecto del López Matos de este momento, un hombre cuyo sueño es saltar de la Secretaria del Trabajo a la Presidencia de la República y quien paradójicamente es el único empleado del señor Felipe Calderón en el gabinete nacional, con capacidades probadas, así sus demostraciones no satisfagan a muchos.
Pero Javier Lozano es el único con tamaños hasta ahora. Azul reciente, tricolor nada más en la memoria y algunos aprendizajes (en un lugar de Insurgentes, de cuyo nombre no quiero acordarme, comenzaría la prosa de su Quijote); cada vez más aprovechado de las enseñanzas, hábil, culto y lo suficientemente rudo cuando se debe ser, Lozano verá este día cómo su Reforma Laboral se tambalea. ¿Se la pararán? Posiblemente pero no los manifestantes callejeros sino todos aquellos cuya habilidad para interpretar la rencilla es notable en la Cámara de Los Diputados.
Por lo pronto, se le acabó este periodo.
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Ensaya una vez más el Presidente de la República una fórmula directa de relacionarse con los ciudadanos: la entrevista colectiva, directa, sin intermediarios y sin programa. “Ad libitum”, dirían los latinistas de viejo.
Conversación con varios al mismo tiempo. Terapia de grupo, le llamaría un analista.
Desastre, diría un malqueriente.
Ensayo democrático con todos los riesgos y los beneficios de la libertad. Usted escoja su definición, pero si ya había probado el Presidente Calderón el acíbar del reclamo cara a cara en la voz de doña Luz María Dávila, en Ciudad Juárez, ahora se enfrenta al rechazo y a similar reclamo de acción en lugar de oratoria, esta vez por parte de un joven estudiante del Tec de Monterrey.
En ambos casos la petición airada ha sido la misma: justicia ante los asesinatos de personas ajenas al conflicto derivado (directa o indirectamente) del combate al narcotráfico y sus consecuencias.
Joel Gastélum, en una asamblea abierta, insisto, más en el formato de una campaña lectoral y alejada de cualquier provecho como no se la penitencia, le dijo al Presidente:
“Exigimos que se deje de discursos y se esclarezcan las muertes de civiles provocadas por el crimen organizado en enfrentamientos con las fuerzas militares, como las de nuestros compañeros del Tec (…) y otros civiles, porque tanto su secretario de Gobernación como usted, llevan días diciendo que nos van a entregar un informe y éste no ha aparecido. Queremos saber qué pasó con esas muertes”.
En el airado coro de los reproches también se dijo:
“El paradigma está totalmente equivocado. El enfoque no es policiaco militar; nosotros creemos que debe estar enfocado; usted debió haber empezado con toda esa media hora que habló de plazas y de narcos y de nombres, debió haber empezado con todos los programas hablando de todos los programas sociales que ahora están implementando… queremos preguntar qué tan razonable es esto de reducirlo a un asunto exclusivamente policiaco-militar.
“Ya van 22 mil muertos, ¿cuántos más, cuántos más faltan, cuál va a ser su saldo? (…) es necesaria la reducción de los daños, el combate a daños colaterales”.
¡Sopas!, dijo el otro.
–¿Le sirven al Presidente estas demostraciones de estoicismo? Si, sí lo creo. Son expresiones catárticas en el sentido de la limpieza. Son sacudidas o como dicen en ciertas terapias, sillas calientes. Reprimendas, actos penitenciales.
Pero como política de Estado, lo dudo.
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Y el asunto del Ejército vuelve a estar en la primera línea de los análisis. El famoso “marco jurídico” con tanta vehemencia solicitado por las fuerzas castrenses terminó en una mezcla confusa y poco firme.
La cuestión de fondo no se elucida del todo. ¿Violan o no la Constitución los militares en la calle?
La Corte dice no. Entonces la Corte ya les había dado el marco solicitado. ¿No era suficiente? Pues entonces se debería modificar la Constitución para ajustarla a cuanto la Corte opina.
¿No? Entonces resuélvase en sentido contrario.
Las jurisprudencias tienen, de acuerdo con algunos tratadistas, el mismo valor de las palabras escritas en la Constitución, esas cuya sacralidad las hace indelebles, excepto si se hace un complejo proceso de votaciones mayoritarias en todos los congresos estatales con sesudas discusiones en el Congreso de la Unión, convertido en Constituyente Permanente.
–¿De dónde sale el criterio de la Corte en este sentido, y hasta dónde es contundente? Leámos “Cien decisiones relevantes de la SCJN”, editado por Porrúa.
“Por unanimidad el Pleno de la Suprema Corte de Justicia determinó que las Fuerzas Armadas –Ejército Mexicano, Fuerza Aérea, y la Armada de México–, pueden participar, con estricto apego a la Constitución y las leyes, en acciones civiles a favor de la seguridad pública ante situaciones que no requieran la suspensión de garantías.”
–¿Cómo se actúa dentro de la Constitución cuando ésta nos dice casi el exacto contrario? Lo ignoro, pero aquí está esto:
“Artículo 129. En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá Comandancias Militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del Gobierno de la Unión; o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”.
Pero la Corte dijo más en el lejano marzo de 1996.
“El Supremo Tribunal estableció que las acciones que tiendan a la realización de la seguridad pública deben ser respetuosas del Derecho y de las garantías individuales. Las Fuerzas Armadas actuarán en ellas en obediencia a la solicitud expresa, fundada y motivada de las autoridades civiles, a las que deberán estar sujetas sin usurpar su esfera de competencia.
“Así el máximo tribunal consideró que son Constitucionales tanto la participación de las fuerzas armadas en auxilio de las autoridades civiles, como la intervención de las secretarías de la Defensa Nacional y la Marina en el Consejo Nacional de Seguridad Publica, pues tales actividades se encaminan, precisamente, a evitar condiciones graves que obliguen a decretar dicha suspensión de garantías”.
En esas condiciones la Corte considera como finalidad esencial de todo sistema de Seguridad Pública la vigencia de las garantías individuales (base de los Derechos Humanos) consagradas en el texto constitucional.
–¿No le bastaba al gobierno federal esta tesis para satisfacer cualquier inquietud por la salida de las tropas a sustituir a unas policías a todas luces corruptas e ineficientes? Por lo visto no. No le bastaba.
Pero además le han quitado facultades al presidente en esa minuto enviada por los senadores a la Cámara de Diputados en la Ley de Seguridad Nacional.
En las atribuciones presidenciales se dice: “Preservar la seguridad nacional, en los términos de la ley respectiva y disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente; o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea, para la seguridad interior (yo lo subrayé) y defensa exterior de la Federación.”
Hoy la Constitución debería decir, siempre y cuando se lo soliciten y permitan los gobiernos de los Estados y lo admita el Consejo de Seguridad Nacional. Lo nunca visto, un procedimiento burocrático para movilizar a media al Ejército, enviarlo a la guerra desarmado y pedirle hasta plazos para entregar resultados.
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OVACIONES nació como una publicación taurina. Por eso se llama así. No suelo aquí escribir de toros, pero en esta ocasión quiero reproducir algo escrito con motivo de la cornada a José Tomás en Aguascalientes. He leído demasiadas apreciaciones “agringadas” del asunto y me interesa ofrecer otro punto de vista.
El 16 de marzo del 97 del siglo pasado, “Recuerdo”, de Cerro Viejo mató en la Plaza México a Eduardo Funtanet. El toro arrolló al caballo “Carbonero”; el caballero quedó prensado debajo del corcel y con la base de la silla se partió el cuello. El hombre estaba muerto desde el momento mismo. La confirmación clínica, casi dos días más tarde, fue un mero trámite.
En aquel instante, como un áspero viento helado, el soplo de la muerte cayó sobre la enorme Plaza México; la envolvió y produjo en los miles de espectadores impotentes ante el misterio, un asombro primitivo e incomprensible.
Sólo quien haya estado en una plaza cuando un torero pierde la vida puede comprender cuál es el elemento insustituible y original del rito, de la tauromaquia, de la fiesta: la sangre de los hombres; no la de los toros.
En los últimos meses, principalmente por la obra legislativa de Cataluña en favor de la prohibición de las corridas de toros, en el mundo hispánico se ha desatado una epidemia de opiniones sobre el sí o el no de permitir este inexplicable anacronismo de espadas y vestidos goyescos mientras la especie humana logra avances tecnológicos en sentido contrario.
Muchos han intervenido en esta polémica cuyo origen es tan viejo como la fiesta misma. A mí me parece una discusión estéril y muy pocos los argumentos de un lado y del otro. Los antitaurinos señalan la degradante crueldad contra los animales nada más para producir jolgorio y ferias de borrachos. Los taurinos lo defendemos, si conserva su naturaleza, como legado cultural, expresión de arte y triunfo de la zootecnia.
A lo mejor en todos hay parte de razón.
Sin embargo, con todo lo políticamente incorrecto de declararse taurino en estos años de mansedumbre boyancona, de toreros “similares”, para usar un término de farmacia; de aficionados sin rigor ni conocimiento, de vez en cuando suceden cosas con las cuales uno podría defender o al menos tratar de entender el profundo sentido de los toros.
Uno de esos sucesos por los cuales se abona la tierra de la fiesta de toros y se garantizan no sólo su prolongación en el tiempo sino su realismo y su vigencia, ha sido la cornada terrible sufrida por José Tomás en Aguascalientes. Quienes estuvieron en esa tarde aciaga también dicen haber sentido sobre el coso el hálito de la muerte.
Pero José Tomás no se murió. Y la fiesta tampoco.
Mientras todos se conduelen por la horrible herida, yo debo reconocerla como algo venturoso para la tauromaquia. Mientras los toros peguen cornadas y los toreros paguen con su sangre y su salud; su dolor, sus congojas y sus miedos actuales y futuros, habrá toros.
Sin la sangre humana, sin el peligro, sin la fiereza salvaje de los animales hechos para pelear, herir y matar, no para morir con la mansa resignación del matadero, el asunto no tiene mérito ni valor, así los hombres de la espada vistan de luces. Sin riesgo de muerte el terno deja de ser indumentaria litúrgica para volverse un disfraz.
Mucho se habla de la verdad en los toros.
Se le llama “torero verdad” a ese cuyo orgullo profesional lo aparta de las prácticas ventajosas; de la coba pueblerina en capeas insignificantes. Pero muy pocas veces se habla del toro “toro”. La corrupción esencial de la fiesta ha sido la paulatina modificación de las características insustituibles del toro bravo hasta convertirlo en animal doméstico, alejado de la fiereza salvaje de sus años anteriores.
Toro a modo, faena “light”. Esos son los verdaderos enemigos de la fiesta taurina, no los prohibicionistas.
Por eso cuando un hombre deja charcos de sangre en la plaza y a punto está de dejar ahí mismo la vida; cuando ante una mínima distracción del torero el toro se revuelve con pasmosa velocidad de escorpión endemoniado y hunde el pitón; cuando los elementos primitivos de esta extraña forma de reiterar un rito se repiten como en el ignoto principio y la pregunta inicial se repite y se multiplica, sabemos viva para muchos años la misteriosa y compleja confrontación de la inteligencia contra la bestia.
A “Navegante” le debemos agradecer el poderoso seguimiento de sus instintos y a su criador, José Garfias de los Santos, haberlo conformado así a base de cruzas, empadres, reatas y demás elementos de la ganadería de bravo. Sólo con la sangre humana florece este bosque mágico de la tauromaquia, expresión íntima y pública; salvaje y culterana, dolida y mortal.
No es la segura muerte de los toros cuanto la hace pervivir. Es la ocasional muerte de los hombres; su riesgo, su peligro y su desafío. Sin esto carecería de sentido. Con esto, dicen algunos, también. Y quizá sea cierto. La fiesta quizá no tiene sentido, pero tiene sentimiento, gracias a toreros como José Tomás y a toros, como “Navegante”.
Ya podrían los periodistas taurinos de España guardar un discreto silencio en torno a las habilidades y recursos de los médicos taurinos mexicanos. La lista de toreros muertos allá por la ineptitud de sus cirujanos es interminable. Ojala guardaran los diplomas expedidos de seguro en las “universidades” de Pozoblanco o Linares. A ellos se les mueren; a Don Alfredo Ruiz, no.