Con los músculos del rostro apretados, severos en la mesa sobre cuyo centro pende una lámpara de luz amarillenta, con los ojos secos en el aroma de tabaco rancio de una noche de apuestas, con los vasos vacíos y el paño ceniciento,  los jugadores anticipan el juego de sus adversarios con el movimiento y la suma de las fichas en el tapete:

–Veinte por ciento de mis haberes, dice uno y suelta la frase con la certeza de ganar la iniciativa.

–No, dice quien revira: todas mis asignaciones del próximo trimestre entero., para empezar. Estamos entre caballeros, señores. Las prerrogativas comprobables de aquí a fin de año.  Ustedes saben de cuánto hablo.

Un espectador, imprudente y entrometido, propone una nueva fórmula del juego, es casi decir otro juego. El futuro debe ser para los pobres, los partidos deben apostarlo todo en la ruleta de la otra demagogia, no la suya propia. La partidocracia simula el ayuno.

A la mesa solo se sientan los escogidos, los beneficiados por un  sistema de  distribución de dinero público al cual muchos les han pedido, desde antes de la emergencia actual, por cuya invasiva presencia mediática, hoy juegan todos en una imparable competencia para probar quién es el más bondadoso y herido por el dolor ajeno, el de mejor sentimientos solidarios, aquel cuya munificencia con un  dinero caído del cielo, pueda persuadir (dentro de muy poco tiempo) a más incautos en las futuras elecciones.

Los partidos políticos están en competencia a ver quien presenta a fin de cuentas la mejor ocurrencia disfrazada de piedad. ¡Ay!, decia Efraín Huerta, “…el amor es la piedad que nos tenemos…”

Otro de los tahúres propone una apuesta más ocurrente:

–El 25 por ciento de los gastos de la campaña por venir.

El más colmilludo e imperturbable de todos, quien abrió el juego, quien los convocó a la mesa de las ocurrencias en pos del respaldo, sonríe y ríe hacia adentro: una vez más les ha comido el plato, se ha llevado el Santo y la limosna.

–Yo aumento a cincuenta por ciento pero yo soy la caja, dice, como si se  supiera el futuro nuevo dueño del casino.

Otro de los apoyadores, quien  se presenta ampliamente y de frente, ofrece la casa entera. No se juega  la mujer por falta de ella y porque ya no se estila como en las viejas haciendas.

–“Me quedo con el rancho y la señora”, dice el satisfecho ganador mientras arrastra monedas y papeles de propiedad.

–“Siquiera déjeme algo del rancho, Don, la señora, como sea”, dijo una vez el perdidoso.

Y mientras los partidos se meten al torneo de la generosidad (¿quién da más?, nos dice el hombre del atril y el martillo), las ocurrencias se apilan como en su momento se amontonó la piedra rota en los edificios partidos y desvencijados por los sismos, aquí y en otras tristes partes del más triste país; y por encima de ella, después, la cordillera, la avalancha de ayuda solidaria.

Los miles y miles de cajas y alimentos y botellones de agua y todo cuanto Dios sabe cómo ha ido llegando en la infatigable marcha de los hombres y las mujeres convertidos en hormigas tercas cuyos túneles, laberintos y galerías bajo la tierra no pueden ser destruidos del todo, porque ellos mismos los van reconstruyendo cuando ni siquiera se acaban de caer por completo.

Todos anhelan encontrar personas vivas a las cuales se pueda rescatar en condiciones de esperanza para una vida futura. Pero mientras más tiempo pasa menos vale la paciencia. Es un poco aguardar sin esperanza, pero nadie lo quiere decir y la noción íntima se vuelve reclamo político: No a la maquinaria, no a la remoción, no al mínimo riesgo, como si alguien hubiera dicho lo contrario.

Así gritaban muchos meses después quienes pedían el rescate de los mineros de Pasta de Conchos a sabiendas de su –para entonces– ya lejana muerte.

–Queremos los cuerpos. Queremos algo sobre lo cual llorar, así sea un puño de tierra impregnada con sangre. Así somos los humanos. Pero también otras especies.

Leo a Mauricio Maeterlinck:

“…Las antenas, que suplen a los ojos entre las hormigas, pues muchas de ellas ven tan poco que puede decirse que muchas de ellas son ciegas, suplen también a la palabra (cualquier semejanza con los humanos y los medios, las antenas y la ceguera social,  es asunto de cada lector). Todos las hemos visto ir y venir por los senderos que rodean al nido. Casi siempre que se encuentran unas con otras, se detienen un momento y se dan golpecitos con el flagelo, como si tuvieran algo que decirse. ¿Acaso no tienen otro medios de comunicarse, entre sí?

“Lo cierto es que en un hormiguero atacado o molestado nada más, se propaga la alarma con una rapidez tan fulminante que no se puede explicar, sino a merced de un haz de reacciones celulares, instantáneas y unánimes, nerviosas o síquicas, como las que se realizan en nuestro cuerpo cuando se ve seriamente amenazado o gravemente herido…”

Maeternich nos explica este sistema de comunicación cuya velocidad es fulgurante y en un mismo sentido. Pero no dice si después de movilizarse ante una emergencia o un desastre, las hormigas celebran entre sí, dichosas, su condición solidaria o si elevan su nido a condición de hormiguero ejemplar entre todas las naciones, como hacemos los mexicanos dados a la auto celebración ante nuestra actitud , como si nos quisiéramos sentir merecedores de una palmada la espalda, con nuestra propia mano y en nuestro propio lomo.

A fin de cuentas los humanos siempre reaccionamos así. Y si hay ladrones cuya vesanía le roba en la playa el manto desgarrado a Palinuro tras el naufragio, también hay quien se retira de la boca el pan para ayudar a un caído. Los humanos somos así. Unos mejores, otros peores.

Pero mientras la gente quiere ayudar a otras gentes (sí, con “s”) y en la mano fraterna se abren los dedos de toda esperanza, hay quienes hacen de esta la ocasión para buscar cómo se cambia el sombrero (ajeno) en una corona (propia).

Este debate sobre los fondos de los partidos políticos no es conveniente ni inoportuno. Es oportunista, nada más.

Pobres y necesitados ha habido siempre.  La miseria nacional, la enquistada pobreza, el aislamiento, la desigualdad y la injusticia, nunca han necesitado al pasaporte del temblor para entrar a nuestras vidas.

No seamos hipócritas.

Este país de cincuenta millones de miserables no requeriría  una intensa actividad sísmica para hacernos ver su pobre condición. ¿O sí? ¿Lo acabamos de descubrir?

La pobreza es crónica, eterna y ya desde hace mucho tiempo se les había dicho a los sabihondos y políticamente correctos, cuya modernidad edificó y “ciudadanizó” al IFE y después lo torció hasta este amorfo INE: no es ético el financiamiento de los partidos políticos. Es tan inmoral como este torneo de ocurrencia a ver quién da más.

Pero sólo hasta ahora, en pleno auge de la “escandalocracia” (el hallazgo es de Juan Gabriel Valencia) por los sismos, se vienen a dar cuenta. Sólo hasta ahora la “sociedad civil” y sus bien portados y ocurrentes y siempre disponibles ciudadanos preclaros, se encuentran esta bandera entre las muchas banderitas  de septiembre rasgadas entre las ruinas del terremoto.

Y ahora si, vengan todos a la lucha a ver quién tiene la mejor ocurrencia para destinarle siete mil (o más, si se cuenta el dinero de los estados) millones de pesos a las labores de rescate y reconstrucción.

Pues será a los de reconstrucción pues ya no hay nadie por rescatar, lo cual era lo imprescindible. Todos hicieron lo posible y nadie está obligado a ir más allá. Y aunque quisiera, no podría.

La reconstrucción toma a este gobierno en un punto casi final. Las instituciones han respondido con  atingencia y con errores propios de la circunstancia. Coordinar los trabajos en cinco estado en condiciones tan distintas y tan  diversas no es tarea sencilla.

Las Fuerzas Armadas han probado su lealtad con México de manera sobrada. Los ciudadanos han probado su fraternidad militante.

Pero el tiempo ha probado sus designios inexorables.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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