Con veneración casi totémica hablamos de ella y le dedicamos días de fiesta y jolgorio, con su nombre llamamos estaciones del Metro, calles, avenidas y escuelas, pero nunca hemos podido definirla con precisión en asuntos realmente fundamentales, no logramos presentar en su texto un procedimiento de gobierno explicito, claro, contundente sin posibilidades de interpretación política, y lo peor, de torcimiento interesado de sus vaguedades e imprecisiones.
Ejemplos hay muchos. El artículo sexto es uno de ellos. Habla del derecho de Réplica y nos emite para su cumplimento y ejercicio a la ley respectiva, la cual ¡no existe!
Pero materias más importantes, como el ejercicio presidencial, la ley es difusa, tenue, de ardua aplicación y con muy pocas posibilidades de evitar maniobras o intentos de maniobra.
Si hace muchos años John Reed escribió la gran crónica del inicio revolucionario ruso (por ese sólo hecho lo sepultaron en la Plaza Roja, cerca de Lenin) y le puso como título “Los diez días que conmovieron al mundo”, yo no quisiera saber cómo se sacudiría este país si se llegara a cumplir el supuesto contenido en el artículo 85 constitucional. Dice así:
“Articulo 85. Si al comenzar un periodo constitucional no se presentase el presidente electo, o la elección no estuviere hecha o declarada valida el 1o. de diciembre, cesara, sin embargo, el presidente cuyo periodo haya concluido y se encargará desde luego del Poder Ejecutivo, en calidad de presidente interino, el que designe el Congreso de la Unión, o en su falta con el carácter de provisional, el que designe la comisión permanente, procediéndose conforme a lo dispuesto en el artículo anterior*.
Como el artículo anterior (84) se refiere a casos en los cuales ya hay presidente y no se trata de consecuencias electorales, omitiremos esa cita. Cosas de la brevedad, usted sabe.
Pero en las circunstancias actuales deberíamos analizar las cosas poco a poco. Como dijo el descuartizador, vamos por partes.
Si la elección no estuviese hecha o declarada válida, dice el farragoso texto. Eso significa nada más una cosa: si la elección fuera declarada inválida, nula o ni siquiera se hubiera hecho, entonces el Congreso, designará “desde luego” a un responsable provisional del Poder Ejecutivo.
Nadie en el planeta me puede decir con certeza cuánto tiempo es “desde luego”. ¿Un día, una hora, un minuto? Como tampoco puede definirse la amplitud de la palabra provisional.
Supongamos en el caso actual un triunfo rotundo de los inconformes del Movimiento Progresista. Los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación dan por buenos sus alegatos y por suficientes sus pruebas y nos dicen llenos de severa certeza: la elección no se vale. Y con un martillo de madera sobre el estrado golpean sonoramente (o golpea el Presidente) la sentencia definitiva cuyo sonido de portazo histórico le cierra el paso “a la imposición”.
Eso lo deben hacer antes del seis de septiembre. Cinco días antes los nuevos señores diputados y senadores deben reunirse para la instalación del Congreso, cuyo primer acto será revisar el sexto y último informe de Felipe Calderón. Lo recibirán en un paquetito llevado por el mensajero Alejandro Poiré y lo echarán al cesto de los papeles, sobre todo si el Tribunal no ha terminado su trabajo Y si ya lo terminó, menos. Estarán en la rebatiña de cómo lograr la toma de posesión ya sea ante ellos o ante la Suprema Corte de Justicia, según los recientes cambios. Ni a quien le importe.
De acuerdo con la composición del Congreso ¿cómo se van a poner de acuerdo en quién y por cuánto tiempo asume la Presidencia? ¿Cuál será el papel del Ejército en todo ese confuso proceso?
La característica de provisionalidad escrita en la ley no es garantía de nada. En México las cosas perdurables siempre comenzaron siendo provisionales, ya se trate de un remiendo o de un alambrito para sujetar al tendedero.
Pero la Constitución no nos dice después cuándo se organizaría el nuevo proceso electoral, cómo ser registrarían los candidatos, ni cuando serían las nuevas elecciones cuyo resultado, es obvio, el caudillo volvería a impugnar.
La composición de las fuerzas políticas del Congreso, donde nadie tiene mayoría absoluta nos llevaría a una interminable serie de sesiones incendiarias en las cuales la experiencia nos hace prever tomas de tribuna, innumerables marchas, manifestaciones y bloqueos al edificio de San Lázaro convertido en escenario permanente de sesiones infinitas de un Congreso titubeante e inexperto, cuyas deliberaciones a gritos y sombrerazos llevarían al país a un laberinto sin salida.
–¿Quién tomaría el poder mientras los padres conscriptos se gritonean y jalan de las solapas?
A mí no se me ocurre hada, pero no se trataría de saber quién lo toma sino quién lo tiene. Y no conozco a nadie capaz de discutirle a un tanque. Esa sería la última garantía institucional.
*(Reformado mediante decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 13 noviembre de 2007)”.