He querido parafrasear aquella película de Roger Vadim, “…Y Dios creó a la mujer”, en cuyas escenas ansiosas nació para el cine, Brigitte Bardot, para decir: …Y Dios creó el futbol, cuando nació Pelé.
Al menos eso quise entender cuando Pelé me dijo hace más de 50 años, poco después del mundial de México 70: mi manera de jugar es solamente una voluntad de Dios. Juego así porque él me dio esta forma de jugar. Fue mi regalo para la vida.
Obviamente no faltará quien ante esta declaración diga, Pelé fue el rey del futbol, pero Maradona fue el Dios de la pelota.
Lo primero me parece acertado. Lo segundo es sencillamente una cosa de “fanfa” porteño (fanfarrón), de “furbante” (estafador), para usar palabras del lenguaje lunfardo. Un jactancioso tramposo.
Porque meter un gol con la mano, después de saberse amo de la pradera y burlar con fintas, regateos, velocidad de flecha, es cosa de “fachinero” (fachendoso), y a un tiempo, punto culminante y grado indigno de una carrera: llegar a la gloria por el camino del bulo, del engaño, de la mentira esencial: jugar futbol y ganar el partido y la copa y el campeonato, con la mano fugaz de la engañifa.
Pero nada, la mano de Dios –en el futbol– ya había estado presente en otra parte: en Tres Corazones, Minas Gerais, modelando a Pelé con la arcilla sobrante del padre Adán.
Pero la gran diferencia entre Maradona y Pelé –además de la honestidad profesional–, es simple: el balón. El argentino jugó sus mejores momentos con pelotas inorgánicas, balones mejorados, industrialmente, elaborados en túneles de viento y con plásticos adheridos para darles mayor aerodinámica, menor peso y mayor resistencia.
Pelé no. A lo macho, jugaba con viejos balones de cuero cuyo impacto en la cabeza — sobre todo si estaba mojado–, podían derribar un árbol. Era como patear una roca, un coco, un. cráneo.
Lograr las increíbles parábolas de un tiro libre, como hizo Pelé con balones de la edad del cuero –la prehistoria–, es algo ajeno a las habilidades del Pelusa, como le decían a Dieguito. Y ya no digamos controlar la bola en las carreras sobre pastos abruptos, lejos de la actual botánica de las canchas de futbol peinadas como mesas de billar.
Además, la bola rodaba sobre las costuras y las grietas entre gajo y gajo, atascadas de lodo y trozos de hierba la hacían más difícil de arrastrar.
Como dijo alguna vez Dimitri Shostakovich, el futbol es el balé de las masas, y transforma al jugador en un ser mitológico; mitad hombre, mitad balón. En el caso de las jugadoras, mitad pelota.
Hoy recuerdo al sonriente y educado Pelé.
La primera vez lo vi en la cancha. Guadalajara, 1970. Yo tenía una acreditación para la sala de prensa del D.F y Jaime Reyes Estrada, nunca supe cómo, la convirtió en un pase de acceso al Estadio Jalisco. Acabé entre los fotógrafos y hasta una cámara me colgué del cogote.
Y así – a los 20 años– vi la embrujadora coreografía de la perfección brasileña; Tostao, Rivelino, Gersón, la locura y el partido más hermoso de mi vida cuya vibración reaparece cada y cuando lo evoco, con los ojos cerrados y los ecos del pasado.
Ignacio Castillo, mi eterno amigo, fotógrafo genial, tomó la mejor foto de Pelé en cualquier parte. Y eso es decir mucho. Se metió a la habitación del hotel y lo tomó en ausencia: acomodó en el piso las medias amarillas, los botines; los calzoncillos azules, y la camiseta inmortal con el número 10 y encaramado sobre una silla bamboleante, fotografió como pájaro, el uniforme vacío.
Nadie –hasta la fecha—lo ha podido llenar.
Hoy Pelé está enfermo. Fue el Atleta del Siglo XX, pero este ya es otro siglo.