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La permanencia de un funcionario en un puesto del gabinete no depende de su auto-calificación sobre la calidad de sus servicios, sino de la impresión de quien ahí lo puso sobre su eficacia como servidor suyo. Un deporte nacional, dicen algunos cuando se habla de la salida de Fernando Gómez Mont de la Secretaría de Gobernación. Pero no debería ser un asunto para tomarse a la ligera, sobre todo por sus muchas implicaciones y consecuencias en cuanto a la eficacia y a la imagen del gobierno federal. No es una buena señal para una administración cuyo inicio fue tan cuestionado y sobre cuyo desempeño aún se guardan insatisfacciones el bailoteo de los responsables del diálogo político nacional, el cual –por cierto—ha sido insuficiente y lo peor, ineficiente.

El secretario de Gobernación, acosado por los rumores y augurios sobre su segunda renuncia –la primera fue a su condición de miembro de Acción Nacional en medio de un escándalo generado dentro del gobierno, no del partido—, ha insistido en un juego de palabras: serviré mientras sirva, lo cual es una forma fofa de argumentar.

La permanencia de un funcionario en un puesto del gabinete no depende de su auto-calificación sobre la calidad de sus servicios, sino de la impresión de quien ahí lo puso sobre su eficacia como servidor suyo. Los secretarios del Ejecutivo no tienen ninguna fuente de poder superior a la voluntad presidencial.

—¿Cuándo se desgasta esa voluntad? Cuando los problemas superan a las soluciones.

Fernando Gómez Mont es un hombre cuya inteligencia no deja lugar a la duda. Pero el talento natural es una materia prima cuya efectividad depende de otras muchas cosas, entre ellas el control del temperamento. Y ahí es donde FGM tiene fallas notables.

Su desempeño se ha visto opacado y en ocasiones arriesgado por su intemperancia, su proclividad a la oratoria pedagógica y grandilocuente, en la cual los interlocutores siempre son vistos como desposeídos intelectuales a quienes se debe educar en el verdadero evangelio de la democracia y la legalidad según el propio ponente.

Y en eso ha exagerado con mucha frecuencia. Sobre todo por insistir en ese trato entre la displicencia y el desprecio como método de relación, por confundir la imposición con la negociación y por mirar a todo el mundo (incluido a quien no debería ver así) por encima del hombro.

Esa actitud se ha visto claramente en varios de sus malos momentos frente a los cuales ha debido presentar explicaciones posteriores. Uno de ellos, indudablemente, fue cuando en desafortunada arrogancia les dijo a los delincuentes anónimos: vengan señores del crimen organizado, los estamos esperando.

Otra de esas actitudes desgastantes indudablemente fue cuando la emprendió contra las organizaciones defensoras de los derechos humanos a quienes recomendó escoger entre la perspicacia y la suspicacia so pena de convertirse por dictamen suyo en una legión de “tontos útiles”.

Quizás Fernando Gómez Mont siga firme en el ánimo del presidente de la República, pero el golpeteo incesante de los rumores y los cuchicheos a sus espaldas lo daña de manera irremediable, tanto, como las respuestas a las insistentes preguntas sobre su dimisión.

Pero el asunto se resolverá de una forma u otra, eso es lo menos importante. Lo esencial en este asunto es si el secretario de Gobernación está en plenitud para desempeñar su cargo especialmente ahora cuando las alianzas entre el partido del presidente y una izquierda amorfa e incompresible nos han regresado al crispado ambiente de la polarización crónica de los mexicanos.

Para muchos la capacidad de interlocución ha quedado tan disminuida como para no necesitarla. El hecho mismo de cómo el presidente decidiera llamar telefónicamente a los gobernadores victoriosos en las elecciones, excepto a dos de ellos, indica cómo el secretario ha sido desplazado desde Los Pinos para realizar el trabajo secundario de acompañarlos a Los Pinos cuando el contacto ya había sido hecho personalmente por el Ejecutivo y se habían repartido las albricias.

Por otra parte FGM debe considerar cómo su puesto actual es un botín en la disputa de los aspirantes panistas a una candidatura ahora imposible para él. Su renuncia al partido y sus claras negativas al respecto lo han convertido en un obstáculo a cuya remoción se avocan sus “compañeros” del gabinete.

Unos por ambición propia, otros por intención de grupo, pero este pleito con Javier Lozano, secretario del Trabajo y la Previsión Social, tiene desde ahora un seguro ganador.

Y no es él, como no lo fue en la pugna contra César Nava.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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