Los resultados disponibles hasta ayer por la noche permitirían (como dicen algunos colegas jactanciosos) confirmar –salvo vuelcos inesperados–, lo publicado anteayer en esta columna: Hillary Clinton será la cuadragésima quinta persona en despachar en la Casa Blanca.
Ocupará el mismo sitio de George Washington, pero también de Richard Nixon. Quizá su rostro no ocupe nunca un sitio aún disponible en el Monte Rushmore, pero su sola condición femenina será para siempre una efemérides notable, si bien de escasa importancia. Para quienes creemos en la igualdad fundamental de hombres y mujeres, al menos en el campo intelectual, un simple accidente biológico de género no representa nada más allá de una estadística.
En fin. Las cosas son así.
Pero la noticia, si bien es halagüeña para millones de personas en el mundo, su dimensión positiva no deja de ser notablemente insuficiente. Si bien Donald Trump era una garantía de empeoramiento de las cosas, especialmente para los mexicanos convertidos en el blanco central de una estrategia intransitable, la presidencia clintoniana tampoco es garantía de prosperidad para México, gracias a los beneficios derivados de una buena vecindad.
Los americanos del norte nunca van a ser amigos de los mexicanos. Nunca en serio. Y con Hillary en Washington, nada va a cambiar.
México seguirá estando, como dijeron Benito Juárez y Lerdo de Tejada, muy lejos de Dios y muy cerca de los Estados Unidos. Eso no va a cambiar y quizá no se empeore, lo cual es feble consuelo. Bastante mal está de origen.
La política del amurallamiento estadunidense seguirá tan fuerte como hasta ahora. No se construirá un muro físicamente, pero sus controles migratorios seguirán iguales. No habrá una reforma migratoria de puertas abiertas y derechos reconocidos, ni siquiera con la relativa conveniencia de los tiempos de una posible “enchilada completa”·.
Los Estados Unidos seguirán siendo el país con más violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos, dentro y fuera de su territorio. La policía seguirá practicando el tipo con los afroamericanos, latinos y mexicanos disponibles, siempre copn el pretexto de un robo en flagrancia o un asalto en pandilla. Lo mismo.
La política estadunidense seguirá tenido la fuerza como elemento central de su diplomacia, ya sea para ocupar territorios por todo el mundo o el insignificante trozo de camellón del Paseo de la Reforma, frente a su embajada en la ciudad de México. Por años la diplomacia mexicana insistió en la devolución — simbólicamente importante –, de «El Chamizal”.
Ahora nos podríamos pelear por un espacio en Reforma, a pocos metros del poco significativo monumento a la Independencia, (parece burla) confiscado por sus ruines enrejados.
Los Estados Unidos no dejarán de ser una potencia expansionista; corruptora y consumidora de drogas en detrimento de la seguridad de los productores y países de tránsito. Tan poco rechazarán ser dueños de ese mercado, de ese negocio y de esas ganancias.
Ese país continuará sus guerras comerciales y sostendrá contra viento y marea la vigencia de su modelo económico planetario; la globalización. Eso no lo impedirá Hillary Clinton aun cuando lo hará con maneras menos selvática de como Trump se lo proponía.
Posiblemente la señora Clinton llegará, dadas las condiciones electorales, con una presidencia débil. Alguien ha dicho: será como Felipe Calderón en México. Poco apoyo real. Pero dispone de facultades inimaginables para hacer valer su autoridad y restaurar, si así se lo propone, un olvidado espíritu de grandeza y señorío como tuvieron otros de sus antecesores.
La campaña ha dado muestras de una enorme pobreza espiritual e intelectual en la América de nuestros días. En el horizonte de estos cuatro años por venir (imposible creer en una presidencia de ocho años en una mujer visiblemente mermada) la reconstrucción cultural de los Estados Unidos será una tarea titánica, pero bien podría comenzar ahora.
Los Demócratas tiene cuatro años para borrar los sedimentos de odio, racismo e intolerancia del candidato derrotado. Ahora es necesario derrotar también a sus ideas, a sus malas ideas.
Y también tienen una tarea mientras los Republicanos se rehacen de su perdida, no tan demoledora como muchos hubiéramos querido: encontrar un candidato con personalidad, empaque, talento y arrastre popular cuya victoria en el 2022 instaure, ahora sí, una nueva época de esplendor en la política estadunidense tan agraviada en los meses recientes.