La muerte de José Saramago, tan diferente de aquel Don José suyo de sus invenciones en la novela “Todos los nombres”, donde cada cosa se registra y se escribe y se describe y se denomina hasta hallar sitio en el mundo pues no se puede jamás ser si no se tiene nombre, nos lleva a muchas reflexiones sobre esas y otras cosas, entre ellas de notable importancia, la vida, la muerte, la fe y hasta las relaciones del ser y el poder.
Perseguido y comunista aun cuando no se debiera a sus claridades políticas la malquerencia de muchos sino más bien a su natural agnosticismo y a su irredimible vocación humanista en lugar de la facilidad acomodaticia del catecismo irreflexivo; el dogma insultante o el misterio mercantilizado, Saramago tuvo muchos méritos personales y literarios en la vida, pero a mi modo de ver uno fundamental: quiso enseñar a pensar a los demás. Si lo consiguió es cosa hasta ahora no sabida ni registrada, pues de esos afanes nadie lleva contabilidad, pero en todo caso se debería no a sus carencias como educador sino a la cabeza dura de quienes lo leyeron sin entender o peor aún de quienes no entendieron la necesidad de leerlo para lograr aquello.
Todavía a estas alturas hay quienes llaman ocioso afán a eso de pensar, sobre todo si se trata de hacerlo en cuanto a las relaciones del hombre con el hombre y del hombre con el cielo, a menudo tan vacíos el uno como el otro.
Pero como el buen mecánico de sus años juveniles, con la paciencia del artesano o del alfarero, como aquellos suyos de la novela “La caverna”, Saramago sabía lubricar las piezas antes de colocarlas. Atornillaba las palabras, una vuelta acá para este adjetivo, un apretón al sustantivo, grasa grafitada en los verbos veloces; una declinación en las bandas, una chaveta para las poleas y un asentamiento para las bielas. Cambiaba de lugar los engranes, apretaba tuercas y aplicaba recursos nunca vistos en la lengua portuguesa, tan acartonada de suyo, tan atenida a su inmensa musicalidad y tiraba parrafadas inmensas, elefantiásicas como Salomón o Solimán; de largo aliento, textualmente, pues leerlos en voz alta requería no los murmullos musicales de una cantante de fados sino los pulmones de maratonista.
Pero entre otras cosas Saramago nos transmitió una preocupación: la indiferencia abusiva del poder. Uno de sus primeros cuentos publicados (El cuento de la isla desconocida) nos lleva de la mano por el absurdo absoluto.
“Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado”.
Estas líneas nos podrían a todos hacer pensar en los casos recientes de nuestro país. Es como la historia de quienes llegaron a pedir justicia para la muerte de sus hijos en un incendio y les contestaron en escaleras ascendentes y descendentes de incomprensión agravada por la maquinaria del cinismo.
Mucho se ha dicho ya sobre este caso y valdría la pena ponerle un remate, una especie de punto final. Y en este sentido bien vale las palabras del secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont quien comenta de esta sorprendente manera sus visitas a la Corte cuando la Suprema deliberaba sobre cómo convertir el círculo de la justicia en el rectángulo de las evasivas y destazaba línea por línea el dictamen inicial de Zaldívar Lelo de Larrea. En una conferencia de prensa, escenario de doble exposición, pues se habla en público para publicar lo expuesto, ha expresado el señor Gómez Mont sobre sus visitas a la Corte mientras se debatía el dictamen ya fallecido tras el descuartizamiento.
“Acudimos a la Corte a buscar que se hiciera justicia de acuerdo al sistema de reglas que determinan las responsabilidades de los servidores públicos.
“No fuimos a defender a nadie, sólo fuimos a pedir que se aplicaran reglas razonables que permitían a los servidores públicos determinar dónde están sus deberes y dónde no, y no que se empezara a señalar una relación no articulada entre un hecho tragiquísimo y los funcionarios más altos, o sea, que siempre hay una relación, uno debe ser y asumir responsabilidad por lo que le toca evitar tratándose de las omisiones”.
Aquí este redactor plugue al cielo una neurona, siquiera una para comprender este galimatías: “…uno debe ser y asumir responsabilidad por lo que le toca tratándose de las omisiones… “¿ser y asumir? He ahí el dilema, ¿o cómo?
“…o si este deber está en otro nivel y en otra parte, por qué escalarlo hasta allá. Yo lo que digo es: ¿Y un dolor tan profundo se aliviará si se comete una injusticia? Yo sólo pido esa reflexión.
“Yo entiendo el enojo y la frustración, yo lo entiendo, yo tengo una hija, imagínese saber que está sometida o que fue sometida a ese dolor, yo lo puedo entender porque se acerca a mí mismo, a cualquiera de nosotros que tenemos el privilegio de la paternidad, es una tragedia que nos toca profundamente… Yo fui de buena fe y sin vergüenza a hacer valer estas autorizaciones, no a litigar en contra de los padres de esos niños, yo nunca hice eso”.
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Pero uno está en esas elaboraciones y de pronto llega la indeseada llamada telefónica: se murió Monsi.
Entonces la fotografía de la página “5-a” de “La jornada” donde se reúnen Consuelo Saizar, Carlos Fuentes, García Márquez, Goytisolo y él, comienza a desvanecerse; adquiere otro significado, como ésta otra gráfica sobre la cual ahora pongo los ojos: estamos en la casa de Iván Restrepo, Monsivais, “Tongolele”, Lucha Villa, Joaquín, el marido de Yolanda; Carlos, Margo Su y yo. Han pasado más de treinta años. ¡Angangueo, Angangueo!, que puros pendejos veo.
–¿Cómo recordar a Carlos? ¿Como cronista, como bohemio en sarcástico brindis permanente por su madre? ¿O nada más (¿nada más?) como un defensor de la libertad religiosa; de las preferencias sexuales, entre otras cosas?
-¿Quien gana en la memoria?, ¿el erudito literario o el coleccionista de cachivaches de estanquillo?
Hace varios meses lo hallé en la pepena de fotografías viejas en el camellón de Álvaro Obregón. Hay un puesto donde conviven Mauricio Garcés con Sara García; “El santo” y Armando Manzanero, Marilyn Monroe y Lorenzo Garza. Habíamos desayunado poco tiempo atrás con Vicente Rojo.
–¿Qué compraste?, le dije.
–Con picardía me enseñó una foto de María Antonieta Pons, de muslos interminables.
–Por fin me la consiguieron. Y se alejó como sin tarareara una música de Pérez Prado.
BELTRONES
Si alguien sabe el significado de estas palabras es precisamente quien las pronunció: Manlio Fabio Beltrones.
“Me parece sumamente delicado que se utilicen los órganos de inteligencia mexicana para agredir, para atacar a los adversarios políticos.
“Este gobierno es tan ineficaz en esa materia, que en lugar de utilizar esos servicios de inteligencia para disminuir la inseguridad pública, que ya agravia a todos los mexicanos, trae a los servicios de inteligencia persiguiendo a los adversarios políticos.
“Son incapaces para gobernar, pero también son muy malos para hacer campañas políticas”.
Pues ni tanto, cuando hicieron la de Fox…