Hoy, cuando llega a su fin el triste periodo de persuasión electoral, llamado tiempo de campañas (no confundir con aquel tiempo de canallas de Dashiel Hammet), –una mezcla de merolicos de tlapalería de pueblo con mendaces de elevada falsedad—, el ciudadano llega a la cita final de todos estos meses, de octubre pasado a la fecha, con un crayón en la mano y un enorme hastío aburrimiento en el corazón: la democracia, esa panacea gloriosa por la cual tanto nos hicieron luchar y en verdad nos pone en la vieja condición descrita por Ambrose Bierce, elegir entre aquellos elegidos por otros.

Le llaman sistema de partidos, le dicen organización ciudadana, le nombran con todos los fastos de la verborrea y nos informan de los miles de millones de pesos gastados en la renovación de gobiernos estatales, municipales o sus equivalentes; diputaciones y cabildos y cargos muy menores, y a eso le llaman garantía de paz social excepto en los lugares donde esta tranquilidad se desvanece en el humo de los incendios terroristas o los bloqueos del sabotaje y las rencillas gremiales tras de las cuales se esconden fuerzas de alta potencia subversiva.

Habrá quien empeñoso, a la manera de Ignacio Marván o cualquiera otro, ensaye en años por venir la historia de estos meses y estos procesos, para lo cual deberá iniciar su trabajo con la cojitranca construcción del Instituto Nacional Electoral (vulgar cambalache político en favor de apoyos panistas a otras reformas), el cual sustituyó a una vieja y perdida joya de nuestra corona modernizadora, “el IFE de Woldenberg”, como ya se le conoce en los folletos históricos de la vida nacional.

Pero el rasgo más notable de este proceso intermedio de renovación de los diputados federales entre otros cambios, deberá registrar también la cancelación, así haya sido temporal, de la evaluación educativa, plumazo por el cual el gobierno de la República cosechó críticas y señalamientos negativos como no le había ocurrido antes y de seguro no le sucederá después. Aunque quien sabe…

La lógica de tal decisión nunca tuvo los efectos deseados, no al menos hasta unas horas antes de la instalación del caos en Guerrero, Oaxaca, Chiapas, algunos lugares de Michoacán y otros puntos donde el sabotaje electoral se inició con un absurdo adquirido por el gobierno a plazos, la presentación de los 43 de Iguala, fantasmas en la vida contemporánea cuya historia se ha sido transformado en una masiva violación de los Derechos Humanos con la complacencia de organismos internacionales “coadyuvantes” en una investigación ya imposible.

Lo investigado no satisfizo (ni satisfará) a quienes piden el absurdo de la resurrección. La “verdad histórica” de un fatigado ex procurador de Justicia nada puede contra el aprovechamiento histérico de quienes viajan de Washington a la Patagonia, con recursos de origen opaco y desconocido, para alzar voces de queja y denuncia “urbi et orbi”, con todo y la necesaria y oportuna bendición papal.

Farsa electoral le llamaron a todo este asunto cuya desembocadura desean bloquear con el dique de su intransigencia. Sabotaje, boicot, escoja usted el término de su mayor agrado.

Pero las cosas están así: se les hacen concesiones a las demandas obtenidas de mezclar los matraces de irreductibles exigencias magisteriales -vitriolo, azufre, pólvora, adormidera, belladona– , con reivindicaciones atávicas en zonas miserables, rurales y semiurbanas de Guerrero y los demás estados de la geografía miserable de México, y se sirve públicamente y cada vez en dosis mayores, en los explosivos cocteles Molotov.

Y el gobierno cedió y sus militares, última frontera para imponer (sí, imponer) el orden, se retiraron. Los soldados callaron, de la mano sin fuerza cayó el cartucho sin darse cuenta, como podríamos decir en audaz paráfrasis del gran José Alfredo Jiménez.

Pero viajaron en este lapso por un lado la palabra esperanzada y por la otra las imágenes del incendio y la pedrea. Fuego en Tlapa, llamas en Oaxaca, brasas en Chiapas o Michoacán.

Sin embargo, a diferencia de los militares cuya vigilancia fue interrumpida cuando aceptaron “pasar a retirarse” por órdenes de las turbas guerrerenses, en la víspera llegaron a las zonas de conflicto 18 mil elementos decididos (es de esperarse) a darle valor a la contundencia de la fuerza armada.

Y las armas deben servir para algo más allá del lucimiento dominical de los desfiles. O al menos eso deben creer quien contra ellos se enfrentan así sea con el lenguaje de la vil provocación en busca de un muerto y un mártir. No se trata de disparar sino de someter y replegar. Y en casos necesarios, consignar y juzgar. Todavía existe el derecho penal.

La estrategia del sabotaje dio resultados parciales: Por ejemplo, en tres edificios de Oaxaca donde había oficinas electorales distritales, los vándalos de la Sección 22 de la CNTE abandonaron la plaza, pero dejaron la ruina de su paso: papeles quemados, instalaciones inservibles. Como en Tuxtla, como en Chilpancingo.

Y mientras, con la otra mano en la secretaría de Gobernación, pedían (exigían) 4 mil 500 plazas para traficar con ellas, en abierta contradicción de los dictados de una Reforma Educativa hoy colgada en el aire de una suspensión tan indefinida como improductiva, hasta ahora.

Pero se oían en estas horas finales las palabras del Consejero Presidente, Lorenzo Córdova, quien urgía al gobierno a garantizar condiciones de seguridad pública suficientes para el desarrollo de la jornada electoral de manera pacífica y democrática, mediante la aplicación de la ley y el respeto a los derechos humanos, lo cual significa mucho y nada al mismo tiempo. Ni una palabra de condena a los saboteadores, sólo exigencias para quien los debe contener.

Pero así se está escribiendo la historia contemporánea.

Cesiones y concesiones, amagos, conservación de privilegios y pasos hacia un mundo reformado en el cual esas prebendas dejen de existir de manera tan lesiva; búsqueda de transparencia, persecución de la honestidad, combate contra una perdurable, resistente y siempre viva corrupción cuyo lenguaje se expresa en la política y el dinero cuyo brillo dorado todo lo facilita o todo lo impide, seguí el lado del mostrador donde cada quien se coloque.

“Mañana será otro día”, como dicen algunos y algunas en recuerdo de aquella frase final de Margaret Mitchell en “Gone with the wind”.

“Lo que el viento se llevó”, como suele llevarse hasta la vida misma, ya sea la de Manuel Camacho, artífice de muchas negociaciones cuyos frutos (en todos sentidos ) ahora vemos, o la de Jaime Almeida cuyas músicas se han quedado hasta ahora dormidas para siempre.

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Se debe a Christopher Domínguez Michael esta definición. Los intelectuales y las “intelectualas” del anulismo la deberían memorizar y (si no es mucho pedir) entender:

Anulación: Acto de autoindulgencia moral de escasa relevancia política. Olvida que sin corresponsabilidad entre electores y elegidos no hay democracia posible. La indignación satisfecha de quien anula su voto me recuerda al consumidor feliz de haber comprado, en vez de un gato, una liebre.

En este sentido fue sumamente ilustrativo el debate entre Denisse Dresser y Roberto Duque sobre la nulidad del voto, sostenido a plenitud en la emisión radiofónica de Joaquín López Dóriga el pasado viernes.

La doctora Dresser –un poco maltrecha en la polémica donde reivindicaba con sus tartamudeos el “veletismo” (¿vedetismo?) de respaldar lo antes criticado (el voto nulo)–, ha instituido, para decirlo en palabras de CDM, el mérito ético de confundir los gatos con los conejos.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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