Durante la época virreinal –entre los siglos XVI y XIX–, México y Perú fueron los grandes pilares de la expansión española en América.
En Asia se iban a extender a las Filipinas, archipiélago así llamado por el rey Felipe II. Los portugueses se establecieron en Macao, hoy parte de China.
La franja centroamericana apenas mereció una capitanía general en Guatemala cuyos habitantes hasta hoy, resienten ese viejo resentimiento, agravado por la separación de Chiapas y su incorporación al territorio mexicano.
Pero México y Perú tienen muchas similitudes. Una de ellas, la principal, creo, la diversidad étnica, llamada de varias maneras: para unos, problema indígena. Para otros, multiculturalidad.
México, después de la Revolución, dio muchos pasos en favor de esa diversidad. En el Perú, eso no se ha resuelto o al menos se ha comportado de manera insuficiente, mucho menor a la mexicana. Se admita o no, la sociedad peruana está estratificada casi en un sistema de castas, entre serranos, “cholos”, negros y..
Muchos de sus problemas actuales se derivan del racismo, una realidad negada, pero vigente.
“Un dato fundamental a tomar en cuenta como punto de partida es que actualmente en el Perú el racismo se ha articulado con las categorías de clase, cultura y educación (…) en que el discurso de algunos sectores de la clase alta de la población peruana reproduce una ideología racista en conversaciones sobre los Otros; ideología que se justifica utilizando una serie de estrategias
discursivas y apelando a un entramado de dimensiones sociales que buscan ocultar la importancia que sigue teniendo la construcción cultural sobre el color de la piel en el Perú de hoy… Y es que en el Perú “todos somos racistas. (Portocarrero 1992)”.
Sin exponer el racismo como el único factor de estratificación social, una separación virtual cuya vigencia impide una identidad plena, excepto quizá en los estadios de fútbol sudamericanos, donde no importa realmente nada más allá de la franja roja en la camiseta, esta diversidad mal entendida y peor asimilada ha generado una estéril discusión de siglos cuyo choque ha impedido crear instituciones perdurables.
Y la más efímera de todas ha sido la presidencia del país. Su invertebración política y sus enormes problemas de corrupción, heredados de la explotación estratificada, ha generado nada más en este siglo una ridícula sucesión de presidentes de papel, en una vida política de comedia. O de tragedia.
Se ha dado el caso de un presidente –Arturo Merino–, cuyo mandato se prolongó por cinco días, insuficientes para romper la marca mexicana de un pelele de 45 minutos, con Pedro Lascuráin en el papel principal.
“Después de doce años de Gobierno Militar (La noticia), el Perú retornó a la democracia en el año 1980. Han pasado 41 años desde ese entonces y mucha agua ha corrido bajo el puente en nuestro país, que en ese lapso ha tenido 11 presidentes, pero solo 7 de ellos elegidos por voto popular, pues 4 asumieron el mando en forma transitoria en coyunturas políticas muy complicadas.
“Estamos ad-portas del inicio de un nuevo gobierno y un balance de la gestión de las anteriores es clave para entender el presente y avizorar el futuro.
“El hecho de que 6 de esos 11 presidentes hayan tenido problemas con la justicia y algunos de ellos acabaran en prisión por presuntos delitos vinculados a la corrupción, dice mucho de los escabrosos episodios que ha protagonizado el poder en las últimas cuatro décadas”.
En promedio los presidentes peruanos de este siglo han durado en el encargo dos años y fracción. Como el bienio de Pascual “Nopalito” Ortiz Rubio. A saber (en orden descendente): Dina Boluarte, Pedro Sánchez, Rafael Sagasti, Manuel Arturo Merino De Lama, Martín Alberto Vizcarra Cornejo, Pedro Pablo Kuczynski Godard, Ollanta Moisés Humala Tasso, Alejandro Toledo, Alan García, Valentín Paniagua Corazao, Alberto Fujimori.”
Imagen: EFE.