La monarquía, para los mexicanos, es cosa ajena. Lejana en los siglos, abolida de nuestra vida y proscrita en nuestra Constitución, esa cuyo primer siglo festejamos ardorosamente mientras vivimos bajo la amenaza terrible del gobierno de los Estados Unidos, no tanto del gobernante de esa nación.

Nuestro problema, he repetido una y otra vez, no es Donald Trump. Es el gobierno de los Estados Unidos donde se han legitimado y legalizado las decisiones de un solo hombre cuyo talante encarna aspiraciones y cultura de otros cientos de millones de americanos ruines, mientras otros un poco más civilizados, se le oponen en un  desgajamiento como no se advertía desde la Guerra de Secesión. Pero en fin.

La monarquía nos parece a los mexicanos algo tan raro como los papagayos lo eran para los primeros europeos en las tierras americanas. Los trajes y mantos; las coronas, las testas adornadas, la joyería insultante, los carruajes dorados; en fin, todo ese adorno ritual cuya finalidad no es otra sino marcar y remarcar las diferencias, apenas y se parecen a nuestros desfiles de camionetas “Suburban” en las caravanas de la burocracia blindada. O mejor dicho, éstas quieren parecerse a los desfiles reales.

Por eso la cercanía de un rey, o en este caso de una reina, es algo extraño. Y yo tuve la suerte de conocer y hablar y ser visto y saludado por una reina de verdad. Quizá la más real de todas: Isabel II de Inglaterra cuyo reinado ya es cosa de increíble prolongación. Hace unos días celebró el llamado Jubileo de Zafiro  lo cual la coloca a la cabeza de todos los jefes de Estado en el mundo. Y también de los jefes de gobierno.

Isabel II; cuya longevidad en el trono es ahora convenientemente popularizada con una serie de televisión cuyos actores acaparan premios y distinciones, ha visto la historia del mundo desde los balcones de Buckingham, con una mezcla de lejana frialdad y un compromiso ardiente por ejercer la parte poderosa de su reinado, con Primeros Ministros de todo tipo y tendencia. De Churchill a Theresa May: Y eso ya es un campo muy vasto.

La reina ha venido a México en un varias ocasiones. Una de ellas durante el gobierno de Luis Echeverría, con todo el contraste posible entre su distante dignidad y el populismo de equipales y aguas frescas y la otra durante la administración de Miguel de la Madrid. En la primera acompañé su recorrido por Oaxaca, Guanajuato y otros lugares como reportero y la otra como funcionario de la Presidencia en Acapulco, Puerto Vallarta y La Paz, Baja California donde su majestad se divertía mirando los saltos de ballenas jorobadas.

En su paso por Acapulco la reina decidió invitar a un  grupo a tomar frescas bebidas a bordo del yate Britania. Las invitaciones con filo dorado llegaron a través de mi oficina y los pocos afortunados subimos por el muelle frente al fuerte de San Diego donde se le ofrecería una cena.

Las maderas del barco esplenden y en el salón del comedor dos grandes agujas de narval custodian las puertas. La cubierta está limpia como una patena. Los marineros visten blanquísimos sacos de servicio. Las charolas de plata brillan pero nada se compara en luminosidad con los ojos de esta mujer cuya sonrisa es una líneas entre el desinterés y el fastidio. Es la reina. Sus mejillas lisas están cubiertas seguramente con polvo de arroz, como hacen lánguidas señoritas de antaño. En su mano enguantada hay un vaso de ginebra transparente y en su voz inflexiones como si en ella existiera interés por las preguntas superficiales con cuya charla entretiene a los invitados entre los cuales camina apenas con un leve roce del suelo.

De pronto, mientras algunos hablamos con su esposo, el aburrido Duque de Edimburgo, para quien  todo esto de la recepción es apenas un “show” disfrutable por los primerizos, No por él mismo cuya encorvada espalda lo hace recargarse en la baranda de cubierta para mirar el sol poniente tras la bahía, la reina se va.

–Oiga, le digo al Duque, ¿y la reina?

–Ya se fue.

–Pero no se despidió de nadie, apuro.

Y él, con toda la sorna y la flema de los británicos, me mira con un cierto desprecio mientras me explica algo incomprensible para un  plebeyo del Tercer Mundo

–La reina no se despide; la reina se va.

Y algún día; así nada más, se irá. Se irá del trono y se irá de la vida, la mujer de los ojos más azules del mundo.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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