En las baldosas sonó apenas un leve ruido de bastón. La punta, como un ojo imposible, hurgaba el suelo con la inconfundible torpeza de los ciegos.

Un hombre vestido de azul oscuro, chaleco porteño y camisa blanca, con la cara levantada como si de veras oteara a lo lejos, llevaba el brazo como alcayata y atada a esa escuadra, una mujer de vestido claro, ojos impacientes y gesto huraño.


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El se llamaba Jorge Luis Borges. Ella, vive aún y se llama María Kodama. Él no tenía prisa. Ella parecía –o fingía– tenerla. 

Eran las primeras horas en el principio veraniego de Madrid.

–Maestro, me presenté. Yo estuve con usted en Teotihuacán hace muchos años, cuando lo llevaron a tocar las piedras de la pirámide. Lo recuerdo, le dije, con la mano dentro del hocico de una serpiente emplumada… ¿Se acuerda, maestro aquella visita?

–Óigame, usted es mexicano, ah, se le suena en la voz, contestó Borges.

–Sabe –me dijo– lindas cosas en México, mire.  Ustedes tienen un poema maravilloso, su sólo nombre ya es casi el poema, ¿eh?, la sueva patria… cosa tan bella decirle suave a la patria. 

La mujer tironeaba la alcayata.

Desenfundé las primeras líneas de López Velarde, la exquisita partitura y el íntimo decoro y todo aquello. Borges sonrió.

–Eso es precioso, ¿sabe?

Y yo le dije sí, pero nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de Dios que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche…

–Oigame, eso lo escribí yo hace mucho tiempo, parece…

Borges cumpliría este año 121 años de edad. El jerezano le llevaba once. Ramón López Velarde cumplió cien años de muerto. Su cadáver (no su memoria), han sido materia de disputa entre la emotividad de la “Suave patria” cuya perfección literaria opaca su nacionalismo resignado (“…se siempre igual y fiel…”) y su encierro en la jaula del “Poeta Nacional”. 

Ridículo, como el empeño de una burocracia escolar, de reducir su obra en un solo sentido, como si eso fuera todo. 

Su mérito no es el nacionalismo. Eso es lo de menos.  El verdadero prodigio es literario. La imagen poética, por sí misma, exacta, precisa, sugerente, descriptiva y se podría decir, hasta sonora, supera la imaginaria visión de la imagen poética.

Otra maravilla, para mi, consiste en su osadía erótica en una época donde todo era opaco como la cuaresma. Nadie ha escrito en México, algo más sensual y sexual. Al menos no con la oscuridad en contra.

“A la cálida vida que transcurre canora

con garbo de mujer sin letras ni antifaces,

a la invicta belleza que salva y que enamora,

responde, en la embriaguez de la encantada hora,

un encono de hormigas en mis venas voraces.

“Fustigan el desmán del perenne hormigueo

el pozo del silencio y el enjambre del ruido,

la harina rebanada como doble trofeo

en los fértiles bustos, el Infierno en que creo,

el estertor final y el preludio del nido.

“Mas luego mis hormigas me negarán su abrazo

y han de huir de mis pobres y trabajados dedos

cual se olvida en la arena un gélido bagazo;

y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,

tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno,

tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo

como réproba llama saliéndose de un horno,

en una turbia fecha de cierzo gemebundo

en que ronde la luna porque robarte quiera,

ha de oler a sudario y a hierba machacada,

a droga y a responso, a pabilo y a cera.

“Antes de que deserten mis hormigas, Amada,

déjalas caminar camino de tu boca

a que apuren los viáticos del sanguinario fruto

que desde sarracenos oasis me provoca.

“Antes de que tus labios mueran, para mi luto,

dámelos en el crítico umbral del cementerio

como perfume y pan y tósigo y cauterio”.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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