Muchas veces las columnas periodísticas se llenan de preguntas. Algunas llevan un doble interés: intrigar al lector promedio o avisarle al sujeto aludido de cuán profunda observación se guarda de su persona. La primera es un recurso fácil; la segunda, una advertencia vil.
Por ejemplo: ¿quién es el integrante del presidente Peña cuya vida podría dar un vuelco al estilo de Francois Hollande?
Son interrogantes tramposas y por tanto desdeñables. No pretenden estimular el interés o la reflexión sobre los asuntos público sino incidir en el morbo y la llamada amistosa para componer un asunto potencialmente riesgoso. Los políticos son así, temerosos de cualquier infundio, pues muchos de los rumores definen algunas de sus realidades ocultas. Como cualquiera, pues.
Por eso, quizá uno de mis directores de antaño usaba con facilidad el lápiz rojo y tachaba inclemente cualquier párrafo con preguntas.
–Esto, joven, por si no lo sabe, es un medio de información; no de interrogación. Si no sabe las cosas no comparta su ignorancia con el lector. Comparta su información, si la tiene. Si no cállese, no sea tramposo.
Pero reflexionar en torno de los hechos con frecuencia nos lleva a preguntarnos sobre sus posibles escenarios, sobre su evolución, su desembocadura. Quien pregunta a dónde llevan las aguas del río, no ofende ni al río a la inteligencia de nadie. Sólo plantea la natural curiosidad de quien quiere llegar a conclusiones (perdón por la tautología) realmente concluyentes.
En esas condiciones reflexionar y preguntar tienen la misma validez. Quien se pregunta a sí mismo no hace sino pensar. Lucubrar, divagar. Y eso es válido.
Todo este preámbulo es para diferenciar la pregunta de la crítica o la condena, especialmente en un tema muy sensible para el gobierno federal pero también para los michoacanos y en general para todo México, pues de la derivación de los sucesos michoacanos, principalmente los de la Tierra Caliente, podremos encontrar claves para la reorganización institucional del futuro, sobre todo en cuanto a la relación entre el poder, la legitimidad, la legalidad y la claudicación de algunas funciones; el compartimiento de atribuciones, la declinación de responsabilidades y la imposibilidad de recuperar (mediante su cabal ejercicio, sin excepciones) el monopolio completo de la fuerza legítima cuya naturaleza en muchas partes del mundo, excepto aquí ahora, le pertenece al Estado a través de los órganos encaminados a lograr la seguridad pública.
Así pues la primera pregunta es: ¿se puede restablecer el orden mediante un pacto desde la legalidad hacia la “irregularidad”, por decirles de manera comedida a los autodefensivos, justificados, pretextados o como sean?
De ahí viene otra pregunta: si se “legaliza” lo heterodoxo se convierte de inmediato en ortodoxo? Y si lo es, entonces dónde quedan las “ortodoxas” instituciones cuyo incumplimiento las descalifica plenamente. ¿Serán sustituidos tarde o temprano? ¿El status de «guardia rural” tiene fecha de caducidad? ¿Se les van a construir instalaciones o serán meros voluntarios inscritos en un padrón sin jefatura directa de nadie, en el sano (o insano) ejercicio de su libre albedrío armado?
Ya sabemos cuando se armaron la ya conocemos las exigencias para registrar sus armas (¿y si tienen nunca bazuca, por ejemplo la van a registrar?) ¿Para eso querenos la ley de armas de fuego y explosivos? ¿Cuánto le cuesta a un ciudadano (con decenas de trámites imposibles de satisfacer) obtener una licencia de portación de un arma registrada?
Sin embargo la proliferación de grupos de autodefensa (en Michoacán son casi 40) obliga a considerar si ese mismo recurso de acompañamiento en pos del orden, prueba una plausible inclusión ciudadana o sólo demuestra la incurable debilidad institucional: administrar los conflictos en lugar de resolverlos. No lo sabemos, por eso reflexionamos en su ontología.
Además si todo expresión armada (ciudadana, autogestiva, legítima o disfrazada) va a ser atendida de la misma forma, la puerta abierta para otras ambiciones, suponiéndoles legitimidad ciudadana plena a las actuales de Michoacán, queda de par en par para otro tipo de ambiciones extra institucionales.
Hasta la fecha no sabemos cuál será la duración de los “contratos” de las Fuerzas Rurales ni cómo se impedirán sus potenciales arbitrariedades. Ya hemos pasado demasiadas cosas en este país para volver a los tiempos de «La acordada”; los jefes políticos y los caciques armados, señores de horca y cuchillo.
Y por cuanto hace al Comisionado o mejor dicho a la figura extrajurídica en la cual se sostiene su nombramiento, tampoco se sabe cuál va a ser su papel en el cambio de poderes “normales” (es decir, ayuntamientos, gobierno estatal y Congreso) una vez “normalizada” la situación.
Y la más difícil, de todas las preguntas: cómo vamos a definir la “normalización” de Michoacán. Preguntar cuándo, cae en los terrenos de la imaginación febril.