Llevan mantequilla en los botines.
Los balones se escurren o se transforman en sandías o melones. Los tiros de esquina dejan de ser oportunidad en los primeros metros. La pólvora ser moja, la mira se enchueca y como siempre los grandes momentos se convierten en los enormes fracasos.
–¿Por qué siempre nos tiene que pasar a nosotros?, decía Fernando Marcos en el agónico micrófono de la eterna frustración, cuando una pelota promisoria chocaba contra el poste de la portería contraria.
Todos sabíamos la respuesta pero todos callábamos condescendientes y cómplices, porque hacemos mal las cosas, dentro y fuera de la cancha; en el césped o en el escritorio, en la plataforma de los clavados y en la piscina del entrenamiento, porque lo hacemos sin talento, sin estudio, sin práctica suficiente, sin disciplina, sin vocación ni sacrificio, en todas partes; en las consultas “populares” surgidas de una falsedad oportunista de revancha que no se atreve a pronunciar su nombre; porque fallamos en los programas de vacunación, porque no sabemos –o no queremos, por una falsa noción de popularidad–, hacer una campaña de prevención ni de prevención, porque mentimos, engañamos y todo con la finalidad de quedar bien con el de arriba quien, a su vez, miente y engaña; hipnotiza para aprovecharse de los incautos y pobres a cambio de platitos de lentejas.
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Por eso, porque no tomamos las cosas en serio, porque todo es una apariencia, todo es una mascarada, una simulación.
¿Por qué habríamos de tener buenos deportistas, en el fútbol o en los juegos olímpicos, si no tenemos un Congreso eficiente y el disponible sólo se dedica a aprobar –hasta con el disimulo temerosos de los “opositores”—todo cuanto a sus manos llegue sin atreverse siquiera a cambiar una coma?
¿Resulta más dañino para la Nación una derrota de vergüenza en la Copa Oro” o la complicidad parlamentaria dos diputados conocidos por sus delitos, unos patrimoniales; de pederastia homosexual otros? Para eso sirven los legisladores. Para encubrir las canalladas de uno y las raterías de otro. Entre muchos pecados políticos más cuya enumeración resultaría infinita.
¿Por qué debería ser bueno un jugador si proviene de una cultura de mediocridad tramposa?
La visibilidad de los fracasos en estadios y campos de juego está en todas las secciones deportivas de los diarios, pero los demás pecados nacionales están en las primeras planas.
Nos quejamos con tono de enormidad locutora cuando alguien trastabilla y escurre el balón a la lejanía de las redes; porque era suya, suya y la dejó ir, pero ese no es sino el pálido reflejo de quien tiene cercado, detenido y cautivo al narcotraficante más aguerrido de Sinaloa y lo suelta.
Era suyo, y lo dejó ir.
Pero eso nos indignan enormemente las pifias de Funes Mori, Héctor Moreno o Carlos Salcedo y muy poco las de Morena con su cauda de agravios a la decencia y la eficiencia.
Podemos aceptar una pregunta cantinflesca de la Suprema Corte de Justicia, con todo y su presidente de periodo largo y pantalones cortos en el tórrido verano de Manhattan, sin darnos cuenta de las dimensiones del dislate, como si alguien quisiera jugar al fútbol parado de manos, o practicara el tiro con arco sin flechas o nadara en albercas vacías y saltara desde trampolines subterráneos o destruyera un aeropuerto de avanzada construcción por un inviable proyecto de avioncitos de papel.
Sin embargo, tenemos la mejor delegación de la historia, dijo la cuestionada Ana Gabriela Guevara, Encargada del deporte de la transformación de cuarta y su promesa de las diez medallas. Phelps solito se las ha ganado.
No importa si se fracasa en el deporte. El subdesarrollo es parejo: también naufraga la industria petrolera, la diplomacia, La playa con sargazo o la redacción de los libros escolares del pobre Marx Arriaga.
Y el presidente aplaude.