Aunque este espacio no se dedica a la crítica literaria, no puedo resistirme a la interpretación y el análisis de una obra mágica, maravillosa, plena de simbolismo y guiños con el absurdo llamada “Sumar”, de la escritora chilena Diamela Eltit, quien ha sido recientemente galardonada con el premio de la Feria Internacional, del Libro de Guadalajara.
La noveleta en cuestión, (por sus dimensiones) se sostiene sobre una narración monologante de un personaje femenino dentro de una marcha de vendedores ambulantes, quienes deben recorrer doce mil kilómetros (casi tres veces la largura del, territorio chileno), en medio de un asambleísmo sofocante, para llegar a la utópica conquista de la moneda (como sinécdoque de riqueza), en franca y simbólica alusión a La Moneda, como se llama la sede del gobierno chileno y también en juego palabrero entre el poder y la riqueza, cosas siempre ausentes en la vida de los pobres.
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Obviamente esos marchantes tienen un líder espiritual o político o moral, como se quiera. Y la manera como Diamela Eltit lo retrata, me hizo pensar en alguien familiar para los mexicanos, alguien cuyo evangelio pobrista es cada vez más evidente como un recurso meramente electoral.
Lea usted y deduzca:
“…precursor de las tragedias, mártir de las divisiones… Describió una lista detallada de los aciertos de ese líder que ninguno de nosotros conocía. Destacó su esforzada presencia curricana, su oratoria avanzada con la que buscaba denunciar y reparar los daños que producía la moneda en los porcentajes más extensos de los suelos habitables de la tierra.
“Dijo que sus discursos se caracterizaron por las pausas, unos silencios deliberados, dramáticos, para producir un efecto emocional y capturar a sus oyentes… cargando sus palabras con una efervescencia impostada, hasta producir una conmoción…”
“…Hay algo que no funciona en él, se trata de una sombra sutil y rencorosa, de un asomo de duda que lucha por aplacar los ecos de un signo que consiguió interpretar, de un código acucioso… sino que se encuentra en un interno repaso de sí mismo y se pregunta de una manera inédita y fatal, si acaso no perdió para siempre el rumbo, si está caminando en una buena dirección.”
“Es probable que haya entrado en un estado de escepticismo radical. Que lo obliga a interrogarse si acaso en la moneda todavía es real para nosotros y si nos espera en alguna parte de sí misma, o es un fantasma inoculado por la nube para mantenernos en la calle, sin más destino que la extinción progresiva de nuestros propios pies…”
ANGEL. T.
Náufrago en la apabullante redacción de “Excélsior”, sin amigos todavía, sin lugar ni esperanza de conseguir uno o siquiera usar una máquina de escribir, miraba las filas de escritorios sin atinar ubicación.
Entre el bullicio, la sinfonía de teclas, el humo del tabaco y los timbres de los teléfonos, sólo uno de los reporteros se levantó de su asiento y me protegió con afecto. No nos conocíamos. Yo era un principiante. El ya estaba consagrado por la columna política más importante del país…
–Soy Ferreyra, me dijo. ¿Te puedo ayudar en algo?
–Gracias, me puede ayudar en todo.
Me paseó por la redacción, se interpuso, gestionó y obtuvo para mí un sitio en esa cofradía cuyo ingreso era pedregoso, pero cuya solidaridad, una vez dentro, era perpetua.
Pasaron más de 50 años.
A los viajes juntos, a las vivencias de la vida en compañía vinieron las distancias de cada quien y sus ocupaciones, pero el vínculo jamás se rompió.
Hoy recuerdo al “flaco” y sus filípicas en el dominó hasta cuando se ganaban los puntos gracias al privilegio de ser su compañero.
Ahora se debe despedir al amigo de tantos años, al compañero cuya firmeza no lo dejó conocer jamás la envidia, ni la murmuración, ni el chismorreo o la ingratitud.
Gran hombre este Flaco Ferreyra.