A los ciudadanos comunes y corrientes les importa muy poco la Secretaría de Relaciones Exteriores. Nada entienden del llamado concierto internacional. Tampoco el actual gobierno entiende.
Por cuanto hace a la secretaría de Gobernación, no les importa mucho, excepto cuando hacen interminables colas en la calle de Londres, entre Niza y Génova, para obtener una certificación de su CURP o cuando quieren sacar a un joven de las rejas de un Consejo Tutelar. Tampoco les aprieta mucho la gestión del Instituto de Migración, siempre y cuando no vivan en la Colonia Roma convertida en el “pequeño Puerto Príncipe”, lamentable campamento de haitianos errabundos.
La función política del secretario de Gobernación, especialmente éste, quedó marcada para siempre por su tendencia al reposado ejercicio de la burocracia y la incesante actividad como representante presidencial en los congresos estatales con una doble intención: reforzar el programa presidencial y darse a conocer en la vastedad de la república. No olvidemos su condición provinciana de funcionario local.
Opaco a fuerza de no tener personalidad ni discurso más allá de la imitación, como le sucede a la jefa de Gobierno, el secretario de Gobernación ha sido siempre un mensajero con pocas ideas personales. Si las tiene no ha tenido oportunidad de darlas a conocer.
Su principal limitación es no poder salirse de la camisa de fuerza de la ortodoxia lopezobradoriana; la cual consiste en no dar ni siquiera un paso fuera de esos límites de obediencia ciega. Y los ciegos, sobre todo cuando no quieren ver. -o no les conviene–, no aprecian el conjunto.
Por eso todos los funcionarios de esta administración abigarrada de turiferarios felices y esperanzados, –como los cortesanos–, son limitados.
Quien imita, se limita. Es una ley.
Y esa limitación puede llegar a los puntos más extremos: por mimético se puede ser elegido (a) porque su docilidad imitativa se puede confundir con lealtad, adhesión extrema, comunión casi religiosa. Pero frecuentemente tanta identificación es una simulación, una falsedad por el camino del elogio.
Por eso la historia demuestra las enormes traiciones o las grandes muestras de independencia y vuelo solitario.
Un dato interesante en todo este proceso actual es el de Claudia Sheinbaum. Ella será la tercera persona cuya ambición presidencial (si su patrón la elige y le hace una encuesta a modo) en abandonar la segunda cartera en importancia en el país.
Para ir tras la banda presidencial renunciaron Cuauhtémoc Cárdenas, Andrés Manuel López Obrador y ella. Marcelo Ebrard, quien ocupó también esa silla, dimitió de otra cartera importante, en la cual hizo muchas cosas ajenas a la verdadera diplomacia. Fue un comprador de vacunas (todos los países del mundo lo hicieron), y un agente de viajes al servicio de Evo Morales, por ejemplo, pero nunca pudo resolver los conflictos en los cuales lo arrinconaba su jefe, como la desastrosa relación con el Perú o los graves diferendos con España y Panamá, sin contar los berenjenales con Estados Unidos en materia migratoria.
En muchas ocasiones se lo saltaron de manera despectiva. Y él, todo resistió.
Pero en muchos sentidos haber ocupado el cargo le permite ciertas semejanzas con Claudia Sheinbaum. Semejanzas y comparaciones. Sin bien es cierto el derrumbe del Metro en tiempos de Claudia, no es menos cierta la construcción del Metro en tiempos de Marcelo.
Como atribuirle responsabilidad a alguno de los dos habría sido riesgoso para la temporada estelar de Morena, se decidió exonerarlos a ambos.
Marcelo hizo muchas cosas en la ciudad. Metrobuses, bicicletas, playas artificiales, chapoteaderos, pistas de hielo; supervía y buenos servicios médicos.
Claudia –como regenta–, no pudo ni bien sembrar un ahuehuete o evitar las plagas forestales en los jardines, parques, residuos boscosos en la ciudad.
La señora ha sido tan mediocre gobernante de la ciudad como para recordar a los regentes con nostalgia (su obra más importante fue tirar la Montaña Rusa e instalar un teleférico en el Norte y un trolebús elevado en Iztapalapa).
Y a todo eso renuncian sin remordimiento por abandonar la responsabilidad admitida.