Cuando comenzó la proyección, se puso el respaldo de la butaca en el pecho y no miró una sola vez la pantalla. Fue al cine, pero no lo pudieron obligar a ver algo ajeno a su gusto y voluntad.
Dicho de otro modo, a los cuatro años de edad, anuló su voto. Participó, pero dejó constancia de su rechazo. Y no podía ser de otra manera a su corta edad.
Ahora recuerdo esta historia de pataleta, porque como hace tres años, leo por todas partes artículos periodísticos en defensa del anulismo electoral cuya naturaleza me ha parecido siempre francamente onanista. Y a veces, “enanista”.
Los argumentos son tan torcidos y en muchos casos tan cursis, como los bucles de una “flapper” trasnochada.
Total si no se está de acuerdo con el sistema de partidos, si los rufianes se han apoderado de la política, si la nulidad de un proceso no convocaría en todo caso sino a su repetición con los mismos actores y la aprobación en el resto de las casillas y distritos, si la nulidad no conduce a una reforma constitucional y si las cosas van a seguir iguales, pues mejor quédese en su cada escuchando un concierto de Brahms o una sinfonía de Beethoven y déjele el asunto a los demás.
La abstención es un camino más directo.
Hagamos una comparación un tanto absurda, pero no todo lo absurdo debería ser desdeñado. Como no estoy de acuerdo con una deuda y no creo en los tribunales, entonces pago, pero con billetes falsos. Anulo mi pago. Más lío.
En el sentido electoral anular el voto es una expresión de inconformidad, pero no acudir a la urna también es una muestra de rechazo. Se dirá, sí pero no queda testimonio de mi actitud. Pues queda en la contabilidad final. Si la abstención se suma; la nulidad también.
El problema, en un caso y en el otro, se reduce a lo mismo: habrá ganadores en el proceso y esos van a contar con una representatividad proveniente de un número menor de electores. O sea, van a gozar de lo mismo, pero con menos legitimidad a fin de cuentas.
En el caso con el cual comencé este comentario, el niño enfurruñado lo perdió todo. No vio la película de su agrado, no le evitó verla a su hermana. No comió palomitas ni bebió refresco. Lo regañaron, se frustró y se esperó dos semanas para ir a mirar la pantalla de su elección. Y cuando por fin vio la película, ya ni le gustó.
Los demás, de todos modos se salieron con la suya. El también, pero la suya no era ni siquiera suya.
RIVERA
Mediante el órgano informativo “Desde la fe”, el cardenal Norberto Rivera deja muy clara su postura y la de la iglesia por él representada: la política es un jugoso negocio.
En verdad no se trata de una revelación ni le podemos atribuir al Espíritu Santo la inspiración para llegar a esa idea final.
Pero dentro de todas las generalizaciones, vale la pena reflexionar sobre esta definición de la política social del PRD en esta capital:
“… vistos como Mecenas y campeones de la caridad en realidad son mercenarios de la pobreza y necesidades de los desvalidos, haciendo de las delegaciones del Distrito Federal, otros pequeños feudos… un corporativismo sostenido, con dinero público…”