Abrumada por su propia grandeza la ciudad allá abajo parece dormir en el letargo de una noche luminosa por sus miles de luces cautivas en bombillas, arbotantes, máscaras y antifaces de neón para bailar (si aun existiera) en el Café Colón, anunciar la vida eterna en marquesinas y ventanas por cuyos estrechos visillos se divierten el amor y el crimen o el niño lloroso o la madre sin pan, la famélica gata en el estante, la cuchilla ensangrentada del asesino, los ramos de marchitas flores, la imagen de la virgen, los santos de fija pupila y velador consumido; ciudad cuya vida no espera el trabajo de los burócratas de la ley ni tampoco de quienes la habían llamado hasta ahora, como si fuera nada más el cajón de un escritorio, simplemente distrito con su irremediable similitud sonora con el detritus cuya enormidad y volumen sin proporción forma montañas líquidas en atarjeas, coladeras, colectores, emisores y drenajes de la altura celestial de la montaña hasta expulsar hacia la mierda de todos a las tierras bajas cuyas tierras se riegan con los más orgánicos desperdicios de la vida orgánica y desorganizada.
Ciudad de todos los quebrantos y todas las expectativas; ciudad hormiguero y colmena, ciudad sin nombre durante tantos años; capital de los mexicanos desde antes de ser mexicanos, cima y abismo de sangre en las lagunas secas, costras para vivir, pellejos insostenibles en la sequedad de los pisos endebles cuya base es la hamaca donde se hunden palacios sin imperio, castillos sin habitantes, calles atiborradas de ladrones, carteristas, putas y mendigos; ciudad travestida de limpiavidrios y vidrios de disimulo conveniente, los vidrieros hacen como si no nos vieran cuando le ofrecemos la vida a otros postores, compradores o acompañantes; brinca la vista por callejones y viaductos, en tanto los ríos dormidos circulan por caminnos de poca velocidad sin poder cambiar nada de eso únicamente por la ocurrencia de cambiar el orden administrativo de un distrito y renombrar ciudad a la ciudad, como si de esa simple denominación dependieran la vida y la muerte, como si dotar de una Constitución a la enorme laguna yerta cambiara algo en verdad en esa regulada convivencia, competencia, odio, entre sus habitantes; como si ella misma no estuviera ya constituida por las dimensiones enormes de la marabunta, la langosta dorada cuya silenciosa e incontable marcha expansiva se convierte, dicen los urbanistas, en mancha urbana y a veces suburbana donde moran las mujeres feas y también las hermosas, los hombres recomendables y la bazofia de la especie, los traidores, los mentirosos, los asesinos de ilusiones y golondrinas piadosas; aquellas de las cuales alguien podría olvidarse y de esas inolvidables como la cicatriz de un Periférico de doble piso.
–¿Cómo decir de la ciudad sin caer en la obvia repetición de la palabra casa?
Quizá recordando todo lo demás, ciudad hogar, ciudad cantina; ciudad burdel y taberna y hospital y basílica de piedad incontenible; ciudad biblioteca, ciudad andén, ciudad tren bajo la tierra, ciudad automóvil furioso en el embotellamiento de la ciudad batalla; ciudad borracho de 24 horas, ciudad de dolores y de alivios, partos y abortos gratuitos; ciudad de los desempleados y los sin oficio; ciudad sin beneficio, ciudad sin furia y sin clemencia; ciudad de patines y bicicletas, ciudad de baile con vestidos de seda, ciudad matachines, ciudad de huehuenches en el atrio guadalupano o la esquina del Monte de Piedad y el Zócalo, ciudad albañiles sin trabajo, ciudad de enfermos y de sanos, ciudad sin nombre y ciudad sin horas, sin horario ciudad de párpados nuevos, ciudad de sonrisa, de mueca, de amor olvidado, de odio renovado, ciudad al fin para vivir en ella, ciudad para morir y consumirse en el horno donde todo se convertirá en el polvo del olvido hasta para ese hombre cuyas lágrimas mojan la urna con los minúsculos trozos de piedra de su madre.
Esta es la ciudad bajo el cielo y el cielo al cual vemos cuando la tierra nos brinda desconsuelos mayores, penas infinitas pero la diferencia es cruel: los dolores de la tierra se nos pegan como sanguijuelas y jamás podremos hacer nada contra ellos, ni siquiera jurar por su amnesia, mientras la clemencia celestial no llega ni siquiera en formas de lluvia o bendición de la virgen madre cuya sonrisa apenas se insinúa como una madona pintada por el milagro de una rosa.
Pero ahora hemos recobrado, nos dicen, nuestro nombre. >Ya no importa si el monarca de los horizontes sin sombra, el poderoso glotón cuya vida acabó en un monasterio de gula y abulia, envió desde el otro lado del mar un escudo con leones, calzadas de agua y una enrome torre en el centro.
Muy noble y muy leal.
Hoy ya no se tiene necesidad de jugar con los símbolos heráldicos.
Ya no ya leones ni en los escudos ni en los circos; todo se ha mudado a la simpleza infantil de los símbolos, todo se hace con letras, con acrónimos, con sencillez casi pueril; escribimos en una PC o guardamos información en una USB o vivimos, felices de nuestra recientemente adquirida modernidad de rayo laser y DVD en la CDMX por cuyas azoteas brinca James Bond o sobre las cuales, en pleno Zócalo (de cenizas a tus plantas), hacen piruetas los helicópteros del cine de aventuras.
Nos dotan de una nueva organización política pero no son políticos (no así, al menos) nuestros problemas de todos los días ni van a resolverse los quebrantos de la ciudad áspera y dolida de caníbal competencia y crecimiento sin control ni divinas anticipaciones por la imitación incompleta de municipios inservibles en el resto del país, porque a estas alturas la estructura municipal nos viene tan arcaica como el fundador del primero de ellos, don Hernando Cortés quien hizo tal asentamiento para escapar de la autoridad del gobernador de Cuba, pero no para organizar la vida en los territorios sin conocer ni mucho menos conquistar de la futura Nueva España.
Desde entonces arrastramos los perjuicios de la simulación y el bandidaje político para encubrir las ambiciones del oro, el moro, la pluma del quetzal y el espejo de Moctezuma; la carne firme y morena de la Malinche, los toros de lidia de Martín Cortés y la sangre de los hombres y mujeres cuyas almas aun divagan por ese centro enloquecido de la ciudad desde donde ahora nos anuncia en enésimo cambio de estructura social, de orden en el desorden, de cubetas en las banquetas; de franeleros y bandidos, de travestis ambulantes en la Calzada de Tlalpan.
Las letras DF, bajo cuyo signo vivimos tantos años hoy podrían ser el acrónimo de “DiFunto”.
Y ya veremos cuando en el futuro tengamos cabildos y un limitado congreso. Pastura para los borregos de los partidos políticos, plazas de trabajo para una burocracia cuyo efecto final será multiplicar la corrupción por el número de agencias municipales o demarcaciones de antigua condición.
No hicimos lo necesario, dicen los legisladores satisfechos de vivir insatisfechos y de convertir sus limitaciones en sus verdaderas potencias. Nunca hacemos en este país lo necesario, siempre hacemos lo posible sin esperar mejores tiempos para hacer lo indispensable.
Pero ahí va la vida, sigue la bola por la calle, sigue la vida sin pedir permiso. La realidad nos atropella, los enfermos no se curan sólo por repetirles el diagnóstico y aplicarlas la mala medicina. Los enfermos dejan de sufrir cuando se mueren, no cuando se curan; como los malos negocios, los amores imposibles, el aroma de las flores y el infinito rosario de los días.
Lo demás es apenas esa sombra suave visible desde la arboleda de San Ángel cuando uno quiere hallarle la sonrisa a la Mujer Dormida y el aliento de humo celestial del volcán de nuestros antepasados.
Pero tendremos constitución. Y placas nuevas.