La suspensión del servicio de agua en los días ya anunciados con pusilánime resignación, por el gobierno de la Ciudad de México —y más sumiso acatamiento por los ciudadanos— es algo más allá de la molestia por un trabajo de mantenimiento: es la evidencia del desastre por venir. No falta mucho.

Esta suspensión total del flujo de agua no se debe únicamente a la necesidad de mantener el sistema Cutzamala, ha sido generada por la irracional forma como se desperdicia el liquido mientras la orgía inmobiliaria sigue y sigue sin posibilidades de limitarla, más allá de las fugas y el consumo no controlado.

La existencia misma del sistema Cutzamala es prueba del absurdo de traer el agua de tan lejos (con la grave consecuencia hídrica para las zonas de donde se extrae) cuando antes había surtidores suficientes para una población menor, ahora agotados, obviamente.

Pero la irresponsabilidad inmobiliaria, asociada con la ­corrupción política de años, ha traído como consecuencia la congestión urbana, el exceso de demanda de agua (agravado todo por los bandos de AMLO cuando fue jefe de Gobierno), y ha puesto a la capital en el grave riesgo futuro de repetir estos cortes absolutos no por cuatro días sino por muchos más y cada vez con más frecuencia.

Mientras la estrategia de las administraciones de izquierda (oxímoron) estuvo más orientada a la consolidación de una ciudad de derechos (detrás de cada uno de los cuales se crea un programa y se alienta y mantiene una clientela electoral), y menos a la solución de problemas reales, como la inseguridad, la obtención de agua, la vialidad y la planeación urbana responsable, las cosas se fueron agravando hasta este punto.

Mañana podríamos todos escribir estas mismas líneas del periodista Gabriel García Márquez, quien en la falta de agua delineó, hace muchos años, el fracaso de todo un sistema:

“Después de escuchar el boletín radial de las 7 de la mañana, Samuel Burkart, un ingeniero alemán que vivía solo en un penthouse de la avenida Caracas, en San Bernardino, fue al abasto de la esquina a comprar una botella de agua mineral para afeitarse.

“Era el 6 de junio de 1958.

“Al contrario de lo que ocurría siempre desde cuando Samuel Burkart llegó a Caracas, 10 años antes, aquella mañana de lunes parecía mortalmente tranquila.

“De la cercana avenida Urdaneta no llegaba el ruido de los automóviles ni el estampido de las motonetas. Caracas parecía una ciudad fantasma. El calor abrasante de los últimos días había cedido un poco, pero en el cielo alto, de un azul denso, no se movía una sola nube. En los jardines de las quintas, en el islote de la Plaza de la Estrella, los arbustos estaban muertos…”

Tan desolador paisaje no ha llegado aún a esta ciudad, pero las cosas no necesitan llegar al Apocalipsis para saber si vamos hacia él en la dirección correcta. En años y años nada se ha hecho aquí para racionalizar el consumo irresponsable del agua y sí, mucho, para fomentar el absurdo: una enorme concentración humana asentada en los lodazales de lagos y lagunas, extrayendo día con día el agua residual de los mantos subterráneos, contaminándola y logrando el hundimiento incontenible y constante.

Pero en lugar de hacer algunos cambios, enorgullece una Constitución cuya previsión hídrica es de caricatura:

“F (art 9).- Derecho al agua y a su saneamiento

1. Toda persona tiene derecho al acceso, a la disposición y saneamiento de agua potable suficiente, salubre, segura, asequible, accesible y de calidad para el uso personal y doméstico de una forma adecuada a la dignidad, la vida y la salud; así como a solicitar, recibir y difundir información sobre las cuestiones del agua.

2.-La Ciudad garantizará la cobertura universal del agua, su acceso diario, continuo, equitativo y sustentable. Se incentivará la captación del agua pluvial.

3.-El agua es un bien público, social y cultural. Es inalienable, inembargable, irrenunciable y esencial para la vida. La gestión del agua será pública y sin fines de lucro”.

Como se ve, los redactores de esta Constitución no tuvieron la menor idea de la vida real. Puros enunciados y ninguna previsión sobre usos industriales, domésticos o recreativos del agua. Si bien una constitución no es un reglamento, ni una ley aplicable en detalle, sino un conjunto de principios, nada se dice sobre cómo hacer para lograr la sustentabilidad o la “captación del agua pluvial”, como no sea el imaginativo recurso de sacar cubetas al patio.

Mientras tanto los wanabís se ven atrapados por la codicia de los constructores inmobiliarios y los lavadores de dinero, quienes instalan clubes deportivos en cada una de las excesivas plazas comerciales, con albercas y más piscinas cuya sola existencia es prueba del descuido y la imprevisión.

Mientras se sigan autorizando hoteles, gimnasios, clubes deportivos y albercas en los penthouses; centros comerciales con cascadas, chorros de agua danzantes en la Alameda, etc., nadie podrá tomar en serio las previsiones constitucionales de la demagogia garantista.

El agua como uno más de los Derechos Humanos, pero pronto, muchos días sin una gota para ocho millones de personas.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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