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Cuando el 2009 estaba por terminar fui invitado por Luis Reyes Brambila, director de Vallarta Opina a dar una plática a sus lectores. Bueno, a algunos de ellos, pues su cantidad era menor al número de las personas reunidas con este motivo.

Me pidieron mis opiniones y análisis en torno de los hechos recientes de la vida mexicana. Querían un diagnóstico de alguien cuyo único mérito ha sido observar de manera cotidiana los últimos 40 años de la vida pública, en la política, la cultura; los avances y retrocesos sociales y en general el curso de las cosas en México.

Conforme avanzaba la charla me di cuenta de cuántas pocas cosas buenas quedan en este país, o al menos cuán pocas son aquellas cuya existencia nos puede enorgullecer en verdad. Vamos a festejar este año, 200 años de vida independiente, pero sin haber conocido algo más allá de la dependencia ya haya sido cultural, económica o política.

Pasamos del colonialismo al patio trasero y cuando nos quisimos creer muy capaces caímos en la parte más sumisa de la dependencia: la penuria tecnológica.

Hace muchos años leí algo de José Luis Cortés López en un ensayo sobre la república del Congo. Se le atribuye a Mobutu haber dicho como explicación para el atraso africano: “… el gobierno ha importado este año más Mercedes Benz que tractores”.

Algo así nos ha sucedido a los mexicanos. De los “polkos” a los positivistas; de los revolucionarios rastacueros y de ahí a la pesadilla de los incultos servil y admirativamente educados en universidades de Estados Unidos para manejar lamentablemente nuestra economía y nuestro destino en favor de los intereses extranjeros.

Hoy tenemos un ejemplo de esta fascinación por las expresiones globales (sin haber producido tecnológicamente nada desde la invención del metate) en la manía de chacharear sin sentido y por escrito a través del Facebook o el Twitter (aun cuando ya exista el verbo “tuitear”).

Lamentablemente, los jóvenes de hoy en este país no tienen ya capacidad de mirar el mundo de frente. Sus sentidos —y valga esta digresión como ejemplo— están copados (y dopados) por los audiófonos del IPod y las pantallas de cualquier cosa con una de ellas, sea un televisor, una computadora, un IPhone o un teléfono celular; la tecnología al servicio de la nada, de la ñoñería compartida, la intrascendencia como finalidad, la confidencia de banalidades; la conversación inútil e insustancial no le beneficia a nadie, excepto a los fabricantes del equipo y a los concesionarios de la banda.

Nos conquistaron los franceses con su positivismo y su cursilería neoclásico porfirista y después los estadunidenses con su industria y sus recetas económicas. Nunca hemos sido una nación realmente independiente y mucho menos vimos culminar los esfuerzos de una Revolución, cuyo punto culminante murió en el parto. A fin de cuentas un país convocado a derrumbar una elite de 300 familias y dar paso a una nación igualitaria, dio paso a otra oligarquía más amplia sin haberse sacudido de la anterior.

Hemos pasado de la aristocracia pulquera a la cervecera o la telefonera, pero en el camino no hemos construido ninguna obra nacional de importancia. Nuestras aportaciones a la cultura universal se estacionan en el mole de guajolote y los chiles rellenos; las cajitas de Olinalá y la fiesta del día de muertos con todo y calaveritas de azúcar.

Cuando Andrei Sajarov se quejaba del atraso de la desaparecida Unión Soviética en un libro angustioso llamado Mi país, ¡oh! mi país (como el título de Ezra Pound) ponía como prueba del atraso ruso el mundo tecnológico de aquellos años (c.a. 1970) haberse quedado al margen de los inventos transformadores de aquel tiempo como los transistores, por ejemplo. Los mexicanos estamos peor. Siquiera los soviéticos habían construido naves espaciales y un notable poderío nuclear. Nosotros ni eso.

El único invento realmente mexicano ha sido la traducción de los modos para lograr opulentas generaciones al amparo de la “comaladas” sexenales de millonarios. Los cleptócratas de la “familia revolucionaria” dejaron su “know how” a las nuevas generaciones de la familia “contrarrevolucionaria”.

Por estas razones en algún momento de la charla recordé la frase de un amigo mío:¡cada día es más desesperante ser mexicano!

Fue entonces cuando contradije al admirado “vate” Ricardo López Méndez cuyo “¡Credo! Nos emocionaba hasta el tuétano cuando éramos jóvenes. ¡México, creo en ti!

Pues yo ya no creo. Cuando miro este desfile de mediocridades no halló muchas razones para la creencia, ni siquiera para la credulidad.

MÁS DE ARENA

Pugna e insiste el secretario de Turismo, Rodolfo Elizondo —hablando de las “comaladas”—, por la prosperidad del negocio de la “recuperación” de las arenas en Cancún.

Como todo mundo sabe los huracanes desnudaron el litoral cancunense, no tanto por la fuerza de los elementos sino por la degradación generada por las construcciones fuera de lugar. La arena se fue y se seguirá yendo (después de lastimar sin remedio a Cozumel convertida en banco arenero), pero los hoteleros y quienes depredaron la costa, insisten en repetir el modelo y sacan arena de otras partes para iniciar de nuevo el cuento de no acabar.

Y para esa patraña recuperadora se ha creado un Fideicomiso inaudito (nadie lo audita) y se ha dispuesto una inversión de casi 900 millones de pesos cuyo destino es el mismo de los ríos de nuestras vidas, ir a dar hasta el mar, como hubiera dicho Jorge Manrique.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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