La historia de México es una larga carrera en busca de la identidad. La identidad personal y la de la nación misma. El rostro común de quienes no tienen faz. Y no puede haber identidad si no se conoce a la madre. En ese sentido se ubican las mitologías mexicanas: Cuauhtémoc, la Virgen de Guadalupe; la República y en años más cercanos, la revolución, si por cercano puede decirse de un movimiento social ya centenario, sobre cuya eficacia y abandono se han escrito demasiadas palabras, muchas de ellas insensatas.
Si en algún tiempo la conciencia mexicana tenía la maternidad religiosa; es decir, la Santa Madre Iglesia, en los años posteriores la Revolución tuvo el papel supra normal de una presencia maternal bajo cuya sombra el país entero se cobijaba.
Quizá nadie haya interpretado este sentimiento protector de la Revolución y sus instituciones como el pintor Federico Cantú, quien diseñó el emblema del Instituto Mexicano del Seguro Social con un águila mexicana cuyas alas se abren y protegen a una mujer quien a su vez alimenta a un niño. Es la alegoría de la patria bienhechora, cobijada por la más noble institución creada por la República en las primeras décadas del siglo pasado.
Si uno le preguntara a cualquier ciudadano con más de cincuenta años de vida sobre la Revolución quizá encuentre los ecos de un pasado constructivo y nacional. Nacionalista, dirían otros.
Vería, de seguro en la expropiación de la industria petrolera el momento cimero de un movimiento de orígenes diversos –electoral, agrario, pequeño burgués, faccioso–, y en la claudicación extranjerizante de la época del Mr. Amigo; la cancelación de aquella búsqueda nacional de identidad a través de una movilización social primero en la lucha armada y después por el milagro de una capilaridad inconclusa pero suficiente para darle a México una clase media de creciente avance entre los años 40 y los años 70 de la última centuria.
La madre revolución parió al milagro mexicano. Y después, todo se fue a la barranca.
Hace unos días, como un hallazgo arqueológico, encontré el libro “México, 50 años de Revolución”, elaborado a partir de ensayos especializados sobre todos los temas nacionales (economía, sociedad, cultura, relaciones laborales, salud, etc.) en los cuales la huella bienhechora y próspera de la Revolución nos habría entregado un país pujante de crecimiento notable y lleno de orgullo.
Hoy la lectura de esos ensayos y el prólogo mismo del entonces presidente Adolfo López Mateos nos llevan de la mano entre la pena y el candor. Nadie puede leer estas líneas sin ruborizarse un poco. Es como si viéramos la vieja película de un niño recitando en la escuela primera “Revolución”, en una fiesta del 20 de noviembre. Un poco de grima.
“ En las páginas que siguen se encuentran –dice ALM– los índices verdaderos del adelanto que México ha obtenido por la senda revolucionaria en su lucha contra la miseria, la ignorancia y la insalubridad; así como el cuadro de necesidades no satisfechas y de los propósitos aun no alcanzados.
“En el escenario de la historia contemporánea (y aquí uno casi escucha los noticiarios del cine en función triple, documentales de cinco minutos en blanco y negro narrados por Barrios Gómez), la Revolución ocupa un sitio de honor.
Fue el primer movimiento popular de este siglo que propugnó la idea de justicia social como el único medio para forjar la verdadera prosperidad y grandeza de las naciones. Esta afortunada circunstancia nos convoca en la vanguardia de las luchas sociales. Los revolucionarios abrigamos la certeza de que ene l mundo del futuro la humanidad se verá libre de injustas desigualdades y discriminaciones; de la miseria y de la guerra. Y a la construcción de esa era superior México habrá contribuido con su pensamiento y con el tenaz esfuerzo de sus hombres.”
Esa catarata oratoria, además de marcar el tono de la elocuencia y la razón de aquellos años, tiene aun elementos rescatables: la justicia como anhelo, el universalismo, la reivindicación social.
Hoy en México ya no tenenos ni siquiera ese discurso. Ni sus verdades ni sus falsedades.
Vivimos en la penosa celebración de un falso juego «democrático» cuya vigencia se alzó sobre la vacía lápida revolucionaria. SI antes se exaltaba la madre “Revolución”, hoy se festeja la nodriza anémica de una democracia impuesta, fraudulenta y sin frutos definitivos; regresiva, entreguista y “modernizadora”.
Y en el nombre de la modernidad todo crimen resulta perdonado y más aun celebrado con la facilidad de quien ha arrumbado a la madre en un asilo o ha hecho de ella una olvidada momia en el sótano de la casa.
ASAMBLEA
Notable el libro de Nidia Marín, “Un gigante bajo el candil”, un testimonio exhaustivo y pleno sobre la evolución política de la ciudad d México; sus temblores, sus arcaísmos, su centralismo administrativo y el penoso (y ahora vemos poco fructífero) camino de la democratización cuya última estación, dicen, podría ser la constitución del Estado número 32.
El gigante, obviamente, es la ciudad y el candil, la enorme araña de la Asamblea Legislativa de Donceles donde tantos decretos, leyes y ordenamientos se ha hecho para iluminar, con luces y sombras el destino de México.
Trabajo de reportera con prosa limpia, precisa y exacta. Una obra profesional de una profesional de nuestro oficio. Nada más, pero nada menos.
Ahí queda eso, podría decir Nidia de esta obra hecha sin jactancia ni aspiraciones de capilla literaria y editada por la bienhechora “Guernika” de Angelita Collado.
gran verdadd….