La tauromaquia como expresión profunda de un carácter nacional, dominada por la transculturación o el sincretismo –al menos en México, donde su práctica precede, por ejemplo, al culto guadalupano–, se encuentra ahora sometida a una discusión tan vieja como su raíz: sufrir la prohibición o sobrevivir en la mediocridad empresarial cuya zafiedad mercantil la ha convertido en un pobre espectáculo sanguinolento sin mérito ni valores reales.
En esas condiciones, sorpresivamente, muere en un hospital (no podía haber sido en un ruedo) el torero mexicano más significativo e importante de los últimos treinta o cuarenta años, habida cuenta de la desaparición, hace ya años, de Manolo Martínez: Mariano Ramos cuyo valor intrínseco jamás fue advertido por quienes confunden la fiesta de los toros con la parte menos importante de la herencia hispánica y no tienen ojos para advertir los matices y acentos de la tauromaquia mexicana.
No es una cuestión de inútil nacionalismo trasnochado. No, es algo mucho más gozoso e interesante: reconocer primero y advertir, después, cómo el mestizaje taurino tiene su propia expresión, su propio e irrepetible valor. Su propia clase.
Si en materia de la lengua, Ramón López Velarde dice: “…al idioma del blanco tú lo imantas…”; en materia taurina la ejecución mexicana le transfiere al lenguaje un distinto sentimiento, una diferente forma de expresión; otra emotividad, otra dimensión espiritual, más allá de los bigotes de Ponciano Díaz y las desventuras lánguidas de Silverio Pérez o el poderío insuperable de Mariano Ramos.
Los afectados de la fiesta, casi todos ellos mayoría impostada y autocomplaciente en tendidos y barreras de exhibición dominical, siempre han desdeñado las claras expresiones de la tauromaquia mexicana, mientras nostálgicos de una España de cartel y capirotes de Semana Santa en Sevilla, suspiran por los peninsulares sin darse la oportunidad de entenderles a sus ojos.
Ellos y sus empresarios o sus cronistas “totalmente palacio” se han encargado de divulgar los lugares comunes de la equivocación incomprensiva. Sólo vale la clase de los toreros españoles; sólo es poderoso quien cecea, sólo sabe torear quién no nació aquí. Por desgracia ha sido ese criterio dominante en el lenguaje “crítico” cuya facilidad ha permeado todas las entendederas, especialmente las más esponjosas y por el cual los toreros mexicanos son “corrientes”.
Y de entre ellos citaban siempre el “pero” de Mariano Ramos. No importa si mató más de dos mil toros con apenas un simple rayón en una axila durante una corrida, creo, en Venezuela, y un dedo roto en la Plaza México tras una voltereta.
–Sí, pero era muy corriente; decían quienes no saben ver o ven sin saber.
Como el toro, no hay otra expresión estética cuya observación requiera una mayor educación visual ni un mayor entrenamiento de la mirada. Su fugacidad, su dificultad (una combinación entre calificación técnica y apreciación plástica) dificulta su comprensión y su gozo. Apenas sobrevive en ocasiones, la emoción ante lo incomprensible.
Quienes hemos caminado muchas plazas a lo largo de muchos años hemos visto toreros de diferente categoría, mérito y sello. Pero de entre todos ellos Mariano Ramos es uno de los pocos con quienes hemos podido compartir la epifanía. Me refiero, obviamente, a la faena de “Timbalero”, el cárdeno de Piedras Negras.
No es ahora momento de reseñar ni la faena ni la emoción de aquella tarde. Pero si sólo hubiera visto esa faena en mi vida, bien podría decir: he visto el milagro absoluto de la fiesta. Claro, por fortuna hubo otras muchas. Camino, Arroyo, Huerta, Martínez, Rivera, Solórzano, Romero, Manzanares, Chenel, Tomás, Caballero, Morante, Leal, Martín, Rincón; en fin.
Hoy quiero recordar apenas una historia personal de las muchas compartidas con Mariano.
La tarde se había despeñado en el aburrimiento de un encierro imposible. Mansos e inválidos los toros estaba mal. Los toreros estaban peor. Con un amigo abandoné el coso. Salí por la puerta del sur y al llegar a la esquina de Alberto Balderas, cerca de Atlanta, donde ahora está la Asociación de Matadores, cuando todavía no había ejes viales, tres montoneros acechaban al matador quien defendía a una “gachí”, su acompañante.
Uno de los agresores tomó una botella de refresco y con ademán teatral la rompió en el filo de la banqueta. Con ella amagaba al matador quien a mentadas de madre lo retaba con la espalda a la pared.
–Mi amigo y yo cruzamos la calle a trancos y nos pusimos del lado del torero.
–Ya somos tres, Mariano, le dije. Sonrió nervioso.
–No, dijo mi compañero, ya somos cuatro: y sacó una .45 con la cual se había introducido al coso sin despertar sospechas.
–¡Órale, cabrones, a correr…! les dijo.
Hace un par de días, murió Mariano cuyo talento taurino hubiera merecido mejor administración. Como dijo alguna vez Leonardo Páez, taurinamente este país le quedó chico.
Y por consecuencia, digo yo, el otro siempre le fue ajeno.