Recibí hace unos días un hermoso libro.

Es la biografía de Sebastián Lerdo de Tejada escrita de manera nebulosa durante sus años de abrumador exilio en Estados Unidos (el debate sobre su autenticidad ha durado un siglo) atribuida al periodista perseguido Amado Rogaciano Carrillo cuya vida profesional es una insensata cadena de enredos rocambolescos, en los cuales no faltan los duelos de honor, las espadas, los pistoletazos, las calumnias; leyendas, mentiras, aventuras y por encima de todo la amargura de los desterrados.

El libro tiene un prólogo de Alonso Lujambio en su mejor faceta: historiador. Tiene también una dedicatoria la cual mucho agradezco y valoro.

En muy pocas líneas Lujambio sintetiza los elementos políticos cuya combinación permitió el triunfo de la Revolución de Tuxtepec, cuya síntesis, como todos sabemos, fue el traicionado principio de la no reelección.

“Los “tuxtepecanos” de 1876, comandados por Porfirio Díaz, ganarán la batalla porque sumaron adeptos y porque se fragmentó el bando adversario”. A Lerdo lo apoyaban Ignacio Mejía y Mariano Escobedo, militares juaristas, mientras a Díaz los respaldaban políticos como Ignacio Mariscal y Matías Romero…”

El resultado fue la división y tras ella la escisión. Díaz tomó el poder y Lerdo nunca más regresó a México. Murió en la Residencia Lenox de Manhattan cuya propaganda actual la ofrece como un sitio de calidad para el retiro de los viejos.

Pero mientras yo leía esta notable aportación a la cultura y la historia, el señor licenciado Lujambio hablaba a la sombra del Ángel (diría alguien). Su jefe, el señor licenciado Felipe Calderón, lo designó orador nacional en la última fiesta de independencia de su plenitud en el mandato, lo cual –entre los colaboradores–, debe ser un honor o por lo menos una notable distinción. Y digo la última porque la siguiente ya se verá ensombrecida por un presidente electo, excepto si la normalidad se fractura.

En esa mañana, quizá emocionado por la solemnidad de la fecha y el significado del aniversario, el secretario de Educación Pública se aplicó en proezas verbales para justificar los empeños de su amigo y jefe, de quien halló virtudes notables en el amplio catálogo de sus méritos: no le mintió al pueblo mexicano cuando desató esta guerra contra la delincuencia, pues bien hizo (infiero yo) al advertir su crudeza, duración extendida y condición sangrienta.

Dijo el señor secretario:

“El Presidente no le mintió al país cuando advirtió la necesidad de dar esta lucha. Por el contrario, ha hablado con la verdad. Ha abierto las puertas de su Gobierno a la exposición de lecturas diferentes de la realidad, ha escuchado, ha debatido de buena fe y de cara a la Nación.

“El Presidente de la República recurrió, sí, a las instituciones en las que más confía el pueblo, las que tienen una capacidad real para dar la lucha contra la delincuencia que se había apropiado de territorios y había infiltrado tramos enteros de las instituciones públicas con recursos enormes producto del crimen”.

En honor a la verdad el señor secretario ha sido exacto.

El Presidente Calderón no le ha mentido al país ni adolece su lucha de faltas al octavo mandamiento. EL clamor nacional, la crítica, la censura, las quejas y demás señalamientos durante estos cinco años, no son por ausencia de veracidad sino por falta de efectividad. Las cosas hoy están peor, al menos en la sangrienta violencia.

Todavía hay –por otra parte–, quienes dudan de la razón real del presidente para gobernar con los militares en la silla de junto y si esa definición cuya legalidad apenas se busca plenamente en estos días mediante la atascada Ley de Seguridad Nacional, fue en efecto una respuesta a la delincuencia organizada o una forma de asegurar el poder (tan frágilmente asumido, por cierto) ante las embestidas de una oposición de notables dimensiones.

Como sea la lectura del libro citado me hizo lucubrar en algunas cosas relacionadas con la suerte de los presidentes mexicanos al dejar el cargo.

No repetiré la tristeza amarga e infinita de Lerdo de Tejada ni tampoco el destierro “ad perpetuam” de Porfirio Díaz cuyo cadáver es el único al cual se le niega la visa para entrar a México.

Me pongo a pensar en López Portillo jugando al adolescente a bordo de un velero en el Mediterráneo, mientras el país trataba de recuperarse de sus desatinos; veo el caso de Carlos Salinas de Gortari como vagabundo del “jet set”, pero vagabundo al fin, entre La Habana, Dublín, Londres y Nueva York hasta lograr por fin un poco de aceptación –de boda en boda–, para su permanencia en México.

Pienso en Miguel de la Madrid rehabilitado en el Fondo de Cultura Económica y después recluido en una vida privada en la cual se le priva hasta de la palabra.

Ernesto Zedillo desdeñoso y despegado en el cumplimento de su anhelo de fronterizo: vivir en los Estados Unidos. Vicente Fox en el autoexilio de la inconciencia.

–¿Y Felipe Calderón cómo irá a vivir sus años por venir cuando haya dejado el poder?

Quizás aquí; quizá no.

Pero en el fondo, como lo dice Lujambio, con la íntima certeza de no haber mentido. ¿Y nada más?

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona