La noticia de la muerte de Elena Paz Garro, mujer de sufrimiento y espejismo; rebeldía y sinsabores acumulados a través de una vida abrumada –y en cierto modo mutilada por el resentimiento y la dependencia hacia sus excepcionales padres, talentos extraordinarios ambos— puede ser vista como una de esas trampas de la casualidad, una mueca del destino, una especie de burla, de ironía postrera.
La joven cuya carta en llamas empañó la renuncia de Octavio Paz a la embajada de México en la India, en 1968, desplante con el cual se inició el ascenso definitivo del poeta como una referencia obligatoria y una presencia necesaria en cualquier debate nacional sobre política, democracia, sociedad, cultura y cuanto más se quiera, murió en la vejez tras una existencia de quebrantos y penurias derivadas del exilio de su madre desde los tiempos del movimiento estudiantil y sus relaciones reales o imaginarias con la “subversión” de su apego a la autora de Los recuerdos del porvenir y de su propio temperamento, sus inestabilidades emocionales y algunas otras cosas de las cuales no sería necesario, ni caballeroso, hablar.
Hace muchos años, cuando “las dos Elenas”, como de ellas se decía en sesgada paráfrasis del cuento de Carlos Fuentes cuya temática es otra diametralmente distinta de sus vidas, vivían en Madrid, el diario unomásuno destacó a Marco Aurelio Carballo como corresponsal en España. Por azares de la casualidad él y su esposa (Patricia Petunia Zama) cayeron a vivir en el mismo edificio donde aquellas habitaban.
Carballo estaba entonces empeñado en hacerse novelista y el periodismo le había financiado la experiencia de una distancia conveniente quizá para la creación o al menos el aprendizaje. Y Elena Garro, la magistral escritora, fue su amiga, confidente, guía y en algunos casos correctora. Y con ella, Elena Paz quien por necesidad también tenía vocación y obra literaria. Escasa, pero suya.
“El Fondo de Cultura Económica –recuerda René Avilés Favila— editó sus poemas con prólogo de Ernest Jünger. Allí está la poeta de cuerpo completo. Si la vemos con su propia luz, es una escritora de mérito, de talento, que refleja sus muchas lecturas, una profunda cultura y desde luego, un instinto literario notable”.?
En fin.
Durante las tertulias madrileñas, Carballo y las Elenas hablaban de miles de asuntos mexicanos. El recuerdo del 68 y la célebre carta se deslizaban en la conversación. Acuciadas siempre por la estrechez económica y los gastos (y los gatos) las mujeres señalaban siempre a Octavio como el origen de sus problemas, pero también la solución de los mismos. El delirio de la señora Garro la hizo inventar un tesoro escondido. Alguien debía rescatar esa fortuna con la cual ella y su hija resolverían sus vidas hasta el fin de los tiempos.
“Yo solo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”, escribió EG.
Por esos días Marco Aurelio me envió una carta. En ella detallaba la historia de la riqueza escondida y me pedía mi colaboración. Se trata de esto: en un almacén de la ciudad de México, llamado “Transportes Balderas”, en las Lomas de Becerra; hay varios contenedores de madera dentro de los cuales está todo el menaje de la Garro y su hija. En esos cientos de cajas claveteadas y arrumbadas desde 1969, hay objetos muy valiosos. Juegos de plata extraídos de las amplias vitrinas de Tiffany y la biblioteca entera de casi 4 mil volúmenes llena de originales, primeras ediciones, libros firmados, tesoros de bibliómanos.
—Se trata, decía la carta, de que tú saques todo eso del almacén. Lo podrías hacer si aceptas un poder notarial hecho aquí en Madrid por Elena. Con eso te presentas, pagas y cuando vendas las cosas tomas un porcentaje por tus servicios, liquidas la deuda y le giras el sobrante. Y colorín colorado.”
Y por muy fantasioso como pueda sonar esto, así se hizo. Recibí el poder, cuyas hojas amarillas aun conservo, y fui al establecimiento. La suma por pagar era muy alta en aquel tiempo (hablo de 1980, aproximadamente) y cuando los dueños de las bodegas me dejaron ver los cajones desclavados, solamente hallé libros viejos, un par de teteras de plata sin valor suficiente ni para pagar el alquiler vencido, varias charolas grabadas para el poeta Paz; enseres domésticos simples y corrientes, una ciega televisión de cinescopio verde y caja de madera y una bacinica para ponerla debajo de la cama. ¡Ah! Y un tapete de fibra de coco con la deslavada palabra BIENVENIDO.
Desilusionado, pues yo también me había sentido como si fuera a hallar el tesoro del Conde de Montecristo, le escribí a Carballo, le dije de la historia y le pedí explicarles a las Garro-Paz lo imposible de su remedio contra la pobreza. Le seguirían pidiendo dinero a Octavio por los siglos de los siglos.
Tiempo después la casualidad tiró los dados. Me encontré en un vagón del Metro de París a Elena. La saludé y a los tres minutos me reclamó no haberla ayudado cuando lo de la bodega vencida. Una vez más se lo expliqué y una vez más no me creyó. Me incluyó en quien sabe cuál de sus delirantes conjuras en contra de ella y de su madre, y se bajó en la estación más cercana a su resentimiento.
Murió muy avanzada su edad, siempre afectada de la salud, triste y sola. Nunca supo romper la cadena de una dependencia enfermiza, como esas mujeres cuya vida es odiar y vivir con su esposo, no importa bajo cuántas máscaras. Ella le puso un antifaz a su propia vida, una vida dedicada a ser la hija distante de un hombre al cual le reclamaba amor. Solamente un poco de amor.
Y en la víspera del Centenario-homenaje, cuando todas las campanas saludan al poeta, ella le asestó el último reclamo de su vida: su propia muerte, su invisible despedida. La última petición de cariño.
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