No cabe duda, los sábados eran bellos.

Teníamos pocos años y en la voz nos temblaba una emoción fundamental y las mejillas de esa joven vibraban con las caricias escondidas tras la casa de Tejocotes, en los parques cercanos a la umbría oquedad del Parque Hundido, en esa oquedad recubierta de jardines y columpios donde una caricia era suficiente para asombrar al mundo.

La noche nos convidaba a la música en “La peña de los Folkloristas”. Recuerdo a Gerardo Tamez, a Héctor Sánchez, “El babas” quien auxiliaba en Bellas Artes con el bombo sonoro y pellejudo a Mercedes Sosa cuya voz se fue quebrantando hasta la ruina total de sus últimas grabaciones, pero en aquellos años era una diáfana plenitud de cielos y distancia. Y cómo olvidar a René Villanueva con su habilidad de flautas, carrizos, zampoñas y cualquier instrumento cuyas manos hábiles  convertían en virtud de madera o tensa cuerda.

–Vamos, vamos

Y cuántas noches llegué esa casa entre las Manzanas y los Tejocotes en la frita colonia Del Valle muy cerca de donde David Huerta, mi compañero insustituible de esos años ya lejanos, escribía con responsabilidad sus versos desafiantes.

“Alguien me llama a solas y respondo/en medio del instante calcinado”.

–¿No es difícil dedicarse a la poesía, le dijo alguien, con el peso de ese apellido?

–No, nunca me ha preocupado Don Victoriano; dijo hilarante y resignado el poeta David, el joven David, el silencioso, discreto y erudito maestro cuya obra hoy lo lleva al Palacio Nacional donde la República le entrega el Premio Nacional de Letras. Benditas sean las palabras y los versos y la República, le diríamos a David, al hermano de los años juveniles, al compañero de sangre (¿recuerdas La Marquesa, David?) y olvidadas botellas y madrugadas y canciones y balnearios dominicales en la polvorienta carretera.

Hoy ese premio se le entrega también a los actuales integrante sed “Los folkloristas”. No son todos los fundadores, pero en su nombre y en el de la música y la guitarra y el arte popular bien haya por ellos y los desaparecidos y los pioneros y los cantantes.

Por esos años había un joven alejado de la música y la Colonia del Valle. Vivía en una soledad ensimismada en la misma escuela de San Carlos donde quería estudiar artes plásticas. Dormía entre viejas cobijas y escaleras heladas. A veces las modelos de la escuela disfrutaban su apostura chihuahuense y le compartían un cuarto de lúbrica rusticidad.

Pero era peor el hambre.

Una noche, en la casa de Rodolfo Rojas Zea, en el derruido edificio de Reforma 27, alguien me presentó a un joven estudiante de escultura.

–Sebastián, me dijo. Me tendió la mano y nos pasamos la noche hablando de su más ambiciosa y jamás lograda escultura más gran de del mundo. Se trata de hundir prismas de veinte, treinta metros de altura, en diferentes ángulos como si fuera una serpiente entrando y saliendo en la tierra. La ves aquí, la ves allá. De Chiapas a Ojinaga. Todo el país.

–¿Sabes una cosa?, le dije después de dos horas: “O eres un genio o estás absolutamente loco”. Y hoy todo el país se llena de sus audacias, de sus puertas, de sus piezas de acero volátil de perfección inmóvil en la danza del metal, en los arenales de Chihuahua; con sus árboles metálicos, sus peces, sus columnas, sus esferas rodantes y al mismo tiempo quietas en Bosque Real, donde conviven muchachas tristes y sexagenarios afortunados.

Y hoy la República también le entrega a Sebastián el Premio Nacional. Hay más, pero si he hablado de ellos es por un asunto generacional y además por mi perdurable afecto. Por los recuerdos, por sus obras, por la música, los versos y el grácil vuelo inmóvil y flexible de una escultura junto al mar.

Gracias a todos ellos.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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