Quizá los ardientes polvazales de la segunda calle ya se ha dispersado en los vientos del tiempo. A lo mejor ya no queda nada.
Posiblemente de ellos sólo valga el recuerdo de un niño repartidor de revistas en el Barrio Nuevo de la ciudad de Tapachula cuando era más Tapachula y menos ciudad, hace ya cosa de medio siglo y tanto más, pero el hecho es muy simple, las arenas han renacido en la prosa de un novelista empecinado en su propia nube literaria, pues no es la escritura cráter ni cumbre sino camino, destino y rumbo.
El caso ahora es simple.
Marco Aurelio Carballo no camina más por los polvorientos senderos de la ciudad como lo hacía cuando llevaba el “Chamaco chico” a la puerta de la daifas de los lupanares rociados con agua del Coatán, pues este hombre en cuya cabeza luce un sombrero de paja tejida por sabias manos panameñas recibe hoy en la plaza central Miguel Hidalgo –donde la estulticia imitativa quiere a fuerza hacer funcionar una pista de hielo bajo la brasa celestial, del calorón del Soconusco— el homenaje de sus paisanos con lo cual la máxima de la imposibilidad de los profetas para serlo en su tierra se viene abajo como si de la palmera se cayera un coco.
A Carballo lo reconocen por una docena de novelas cuyo título específico es de mamotretos, pues así bautiza el autor a sus producciones, en las cuales pone, sin embargo y en contra de ese aparente desgaire, horas y horas de paciente reflexión, revisión y reestructura, hasta lograr ese tono veloz, sarcástico, con profundidades de humorismo sin empeño ni facilidad. Novelas fruto del trabajo, en las cuales solo mandan el rigor de la escritura y la paciencia del gusto por ejercerla.
Mas hete aquí un detalle horrible. Carballo leva ya muchos meses en una pelea profunda contra el cáncer. Le han trepanado y bombardeado con las explosivas mezclas de radicaciones y terapias químicas, lo cual sin embargo no ha logrado mermar ni su vocación, ni su buen talante, ni su tradicional “neura” ni su gusto intenso por la vida y las cosas buenas, como la cercanía de Patricia y el acompañamiento amoroso de sus hijos Bruno y Mario.
Pero en la plaza Miguel Hidalgo, como parte del festival Fray Matías de Córdova, han puesto un sillón como de sala de espera y ahí –junto a las bocinas y los reflectores de una estructura llanada “La media luna”, cuya desproporcionada contundencia ha afeado en extremo la antigua plaza–, le han pedido al autor (acompañado de Guillermo Ibarra y este redactor) unas palabras en ocasión de su reconocimiento, y él ha leído algunas de sus “Turbocrónicas”. Dijo cosas como estas:
“Queridos parientes y amigos: el doctor Rodea, de oncología del IMSS, informó, les cuento, el martes 8 de octubre de que pasé del cuarto ciclo al quinto en el tratamiento a base de quimioterapia. Después de 35 sesiones de rayos atómicos de la radioterapia, serán seis ciclos de quimio, en principio. Empecé el quinto ciclo el miércoles 9 de octubre. Cinco cápsulas de temozolamida, un total de 260 miligramos diarios durante 5 días. Descanso 25 días del mes. Y valoran si aguanto otro.
“El viernes 11 de octubre me hicieron una resonancia magnética para determinar, el 15 de octubre, si el tumor se fue mucho pal carajo. Eso me lo informaría la doctora Bárbara Nettel. Ella me operó el 23 de enero del 2013. La doctora ordenó ese otro estudio para el 4 de diciembre de este 2013. Cualquier cosa que signifique eso. Ella es originaria de Tapachula, Chiapas y una prima hermana suya escribe cuentos y ha ganado premios internacionales. Grandiosas señales, ¿eh?
“La doctora Nettel dijo que el tumor medía siete punto once centímetros de largo, cinco punto cincuenta y seis de alto y cinco punto cuarenta y uno de ancho. Pregunté su forma. Elipsoidal, dijo. Esa forma, ¿la remitía a cosa conocida? Puso en la pantalla de su compu imágenes de la resonancia magnética pero no les hallé parecido a nada.
“Le pregunté a la princesa Petunia Flowers: “Parece una chirimoya”, dijo ella, pregunté a qué se parecía la chirimoya. A una guanábana, dijo, o a una piña… En todo caso guanábana o piña fea, dije. Las más feas vistas en mi vida. Cabeza hueca (o sea, yo) no consiguió el peso del tumor… ¿Para qué? Para saber cuántos gramos de sesera le había robado el mal”.
Ahora todo eso ya queda en la memoria como las polvosa memoria de aquella calle infernal.
Lo mejor del homenaje, quizá, fue la alegre recepción de los parroquianos de “La mesa redonda”, honorable taberna de botanas indescriptibles (su dueño –Paco Solares– condimenta con zumo de zanahoria la carne de los tacos dorados y esparce polvos de mágica canela, pero se rehúsa a revelar el secreto del caldo de camarón), cuyos muros están todos cubiertos con cuadros y placas y fotografías de las muchas sesiones de festejo en las cuales Marco Aurelio (acompañado a veces por su amigo, Rafael Ramírez Heredia) presentaba sus novelas o reunían a sus discípulos de los muchos talleres de literatura a los cuales acudía generoso para prodigar consejos y recomendaciones a los aspirantes a narradores y novelistas, cuentistas y demás.
Hoy “La mesa redonda” tiene un cuadro más: el diploma del sábado pasado. La vera efigie de Fray Matías de Córdova junto al retrato enorme de Carballo, con su sonrisa de medio lado, con su mirada profunda, con su alma enorme, con el cariño de tantos de nosotros.