Les ha dicho el presidente Enrique Peña a los “empiojados” jugadores de la selección nacional tras la fastuosa y uniformada ceremonia de abanderamiento en los venerables espacios del Palacio Nacional: “id y luchad con dignidad”.
Quizá lo menos importante en esta vida, al menos en las actuales circunstancias, sea discutir en torno de la conveniencia o impertinencia de adherir la figura presidencial al destino de once señores en calzoncillos cuyas espaldas y compromisos deportivos llevan, como Pípilas con pelota, el destino de la patria. Conveniente o no, ya está hecho.
Les ha dicho el presidente Enrique Peña a los “empiojados” jugadores de la selección nacional tras la fastuosa y uniformada ceremonia de abanderamiento en los venerables espacios del Palacio Nacional: “id y luchad con dignidad”.
“Ustedes representan a una nueva generación de mexicanos que compiten con mentalidad ganadora, con pasión, entrega y confianza en sí mismos.
“Ustedes son jóvenes que asumen su responsabilidad, que ya están acostumbrados a jugar y a triunfar frente a los mejores del mundo.
Cada uno de ustedes, en lo individual, es una figura reconocida del futbol, pero como equipo, tienen la gran oportunidad de escribir una historia de éxito en la Copa Mundial… jueguen como equipo y ganen, como los triunfadores que son… toda una nación los va a seguir y los va a acompañar en cada momento… en la mañana del próximo 13 de junio, millones de mexicanos estaremos apoyándolos con todo el corazón”.
En esas condiciones se puede hablar de un presidente solidario no con un equipo (o una promoción mercantil), sino con los millones de personas en México para quienes, con razón o sin ella, con justicia o sin ella, parte de la vida está en el futbol, esa religión tan extendida universalmente en torno de la cual se mueve tanto dinero como uno jamás podrá imaginar siquiera. Tanto dinero y tanto poder.
Y por la noche, otro espectáculo, a veces disfrazado de obra artística, a veces reconocido simplemente como un impío método de propaganda o inocuo sendero para la distracción, el cine, se vestía de fiesta para darles premios y estatuillas de oro a los mejores o los más antiguos o los míticos o los legendarios, como Ignacio López Tarso o Arturo Ripstein.
Ahí, la presidenta de la Academia, Blanca Guerra, vestida de blanco belicoso, dijo lo siguiente en la ceremonia (LVI) de entrega de los Arieles en el Palacio de las Bellas Artes:
“Mucho hemos escuchado acerca del compromiso del Ejecutivo federal con el fomento a la cultura. Es hora de ver en el terreno de la exhibición y la distribución cinematográfica hasta dónde llega esa disposición… (pedimos) políticas culturales que le permitan a nuestras películas la posibilidad de competir de tú a tú con las otras cinematografías (sin) los obstáculos que impiden la buena distribución y exhibición de nuestro cine”.
Obviamente esta aspiración hallaría varios caminos y uno de ellos sería (como hizo Canadá) la revisión del Tratado de Libre Comercio.
elcristalazouno@hotmail.com