La planicie del desierto es agobiante, melancólica, amarillenta y polvosa como la ciudad de Kuwait cuya escasa historia no la libra de todos los horrores de la vida humana. Es como una mujer joven marcada por muchos dolores, vejaciones e historias por contar… y por olvidar pero oculta tras la visible rendija de la “abaya”.
Siempre traicionada.
Una historia de la guerra al engaño, del colonialismo a la libertad, de la armadura a la bomba, de los grande edificios de cristal hasta las zonas en la periferia todavía marcadas por las cicatrices de la invasión iraquí en agosto de 1990, y todas sus consecuencias, incluyendo la ocupación de Sadam Hussein, la derrota y luego la intervención estadunidense para apropiarse de la región tras vencer a Sadam a pesar de aquella célebre (por la frase) “Madre de todas las batallas”.
Desde entonces Kuwait vive inseguro por la seguridad ajena, lo cual no le impide seguir en esa extraña forma de vida sin impuestos ni costos originada en una extravagante cuestión de orden matemático: tres millones de habitantes venden diariamente tres millones de barriles de crudo de excelencia, casi cristal líquido con alquitranes y savias minerales del fondo de la tierra; sangre fresca, limpia, para mover la maquinaria del planeta o al menos la de sus compradores.
Dinero como una cascada para invertirlo en cualquier cosa, necesaria realista o extravagante como ese edifico torcido en el capricho de un anti prisma cuya silueta de quiebre de bailarina se retuerce allá a lo lejos en el polvoriento horizonte.
Kuwait ya no teme la guerra pues la perdió junto con su vencedor. Sadam Husein fue asesinado cuando las tropas especiales (seals) lo sacaron de un agujero de tipo herido, barbudo y maloliente, y lo llevaron a un juicio títere para subirlo al patíbulo y mirarlo cómo se retorcía en la horca, como un edificio de perfiles sin paralelas rectas.
Pero hoy a su Alteza el jeque Yaber Al-Mubarak Al-Hamad Al Sabah, Primer Ministro de Estado, la protección del ávido, codicioso, avaricioso y siempre insatisfecho tutor estadunidense, custodio y explotador, lo tiene en condiciones similares a la derrota.
En el nombre de la seguridad n o puede dar un paso fuera de la línea marcada.
Así lo dice la enciclopedia electrónica:
“Aunque inicialmente ambiguo frente a la anexión de Kuwait por parte de Irak, el presidente norteamericano George H. W. Bush condenó definitivamente las acciones de Hussein y decidió expulsar a las fuerzas iraquíes. Autorizada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, una coalición de 34 naciones dirigidas por Estados Unidos luchó en la guerra del Golfo Pérsico para reinstaurar el Emirato Kuwaití desde el 15 de enero al 27 de febrero de 1991. Tras la victoria, se alteraron también las fronteras en beneficio de Kuwait.”
Pero como los demás países de la península arábiga, Kuwait necesita muchas cosas imposibles de producir pero muy fáciles de comprar cuando se tiene dinero. Y aquí el dólar sobra. Quizá no para reparar ese edificio viejo y descascarado por el cual se asoma los trebejos familiares, el manubrio de una bicicleta y los pantalones húmedos de un hombre cuya rutina comienza a bordo de una bicicleta.
Y con ese dinero sobrante quieren comprar, por ejemplo, tubos de acero hechos en México. Y durante el inicio de la reunión con la cámara de comercio e industria (la preside Ali Al-Ghanim), el secretario de Economía de México, Ildefonso Guajardo, da la noticia por cuya existencia se triplica casi el escaso volumen del comercio mexicano con este país:
De los irrisorios 39 millones de dólares (cualquiera de los magnates en la comitiva de Peña los tiene) se pasó a 150 con este sólo contrato.
Guillermo Voguel, Vicepresidente y Director General de la empresa, lleva la sonrisa de lado a lado.
Pero quien también sonríe es el Presidente Enrique Peña cuando habla del sector agroindustrial ante una concurrencia azorada por los aromas de melones y sandías; uvas, lechugas y berros; brócoli, frutas y frutos de la tierra, abundantes en México y aquí escasos de toda escasez, por lo mismo caros de toda carestía y codiciados de toda codicia.
Y México les puede poner un mercado de frutas en la orilla del Golfo.
–Y son los más sabrosos del mundo, dice el Presidente cuando elogia nuestra excelencia aguacatera, frutal y alimentaria en un discurso de aplauso espontáneo de los industriales mexicanos, dispuestos, claro está a aplaudir a quien viene en el nombre de la patria a ayudarles a abrir las puertas de un mercado opulento e insatisfecho.
“–Negocios, negocios, que bonitos negocios… “
Y esto es verdad en muchos sentidos porque el sector exportador de productos agroindustriales mexicanos vale un potosí: ocho mil doscientos sesenta y un millones de dólares en 2014 y muchos más el año pasado además de sostener 800 mil empleos.
No todo es exportar pantallas planas ni automóviles de firmas extranjeras. No. Vendemos aguacates y guayabas; papayas, tomates, limones, cocoa, fresas, nueces, berenjenas, espárragos, camarones, productos procesados y enlatados (sólo una empresa vende un millón de latas de atún cada día).
Y además (palabra presidencial) son los más ricos y sabrosos del mundo.
–¡Llévelos, llévelos…!
Y por la tarde el Presidente llega a la perla del Golfo, la extraordinaria ciudad de Doha en Qatar donde los delirios sobrepasan las descripciones anteriores, incluyen el monumento bivalbo cuya evocación es el molusco bajo cuyas tapas de nácar (usadas por los artesanos para decorar con finas láminas las columnas de las más suntuosas mezquitas, como la del Jeque Zayed, en Abu Dabi) se recrea la perla por cuyo comercio floreció Doha en tiempos ya lejanos.
La perla, cuyo brillo se llama oriente y cuyas evocaciones guardan los cuentos de las mil y una noches, como aquella historia del hombre enamorado cuya doncella se entrega al fin al deliquio erótico y él la encuentra “perla sin horadar” y enfila el cañón y lo dispara 18 veces en la noche inolvidable. Obviamente es un cuento contado 18 veces.
Pero no es esta gira ocasión para contar cuentos ni de esta ni de ninguna otra de otras mil noches, sino para mirar cómo una guardia de 28 guardias desarmados pero con charreteras espera a Peña Nieto, frente a un edificio de audacia insensata, con tejados como lanzas dobladas el modio de una flor; al pie de la escalerilla del avión y lo recibe con protocolo de obvio tapete rojo con ribetes de fleco dorado, para luego llevarlo a cenar a un Palacio digno de la fantasía oriental a cuyos salones de amplios espacios y flores incrustas en el mármol del suelo no acudirán sino los integrantes de la comitiva, quienes sabrán de los dátiles del desierto, los frutos de la tierra, los peces y los mariscos del Golfo y más allá, mientras el trabajo espera la mañana con su anuncio de minarete y aurora recién despertada.
Mañana, Enrique Peña Nieto se adentrará al final de su último día en el mundo árabe, cuyo terreno ha preparado con decenas de acuerdos, convenios y compromisos con todo estos países. Ha sido hasta ahora un viaje a matacaballo, el cual para ser justos y precisos debería ser a matacamello.
Después a la heladera de Davos, para hablar y hablar de lo mismo; donde mismo, con los mismos de siempre. Davos es el club de la palabra, el “road show” de la intelectualidad financiera, el refugio intelectual de personajes como Ernesto Zedillo o Felipe Calderón…
Pero en fin, las cosas son así.