La presencia en México del autodenominado Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) fue posible nada más por el miedo del gobierno de Enrique Peña Nieto, cuya ineptitud lo hizo quedar mal con todos al mismo tiempo.

Parece una extraña paradoja, pero los “expertos” de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, filial de la Organización de los Estados Americanos, la repudiada OEA cuya gestión contemporánea tanto escozor la causa el gobierno de López Obrador, fueron contratados para respaldar la investigación comandada por Jesús Murillo Karam, cuya rápida actuación se vio ensombrecida por la artillería izquierdista dedicada a descalificar cualquier resultado. Ese o cualquier otro.

A la izquierda –perredista entonces; morenista ahora–, le convenía –como le conviene hasta ahora–, mantener en ebullición el caso para proseguir con la mitología de la maldad de los reaccionarios y el Estado opresor y asesino. Aunque ahora haya otro jefe de Estado.

Gracias a esa insistencia y a su capacidad de agitar dolientes y beneficiarios del dolor, asustaron al gobierno anterior, el cual, lejos de respaldar a sus instituciones las desautorizó, por eso los estudios forenses se mandaron a hacer a Innsbruck; poner en duda las actuaciones de la PGR y la CNDH y cesar a Jesús Murillo. La peor pifia fue esa.

La investigación de Murillo Karam, quien hoy es víctima de una inminente ejecución extrajudicial (la negativa a una prisión domiciliaria en condiciones de mala salud terminará matándolo en la cárcel), se hizo correctamente en un lapso de cuatro meses. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en forma paralela hizo otra. Tardó cuatro años. Las discrepancias entre ambas, quedaron consignadas a través de la oficina especial en la CNDH para el caso, mediante una treintena de observaciones, cuya atención no anularía los resultados sino complementaría sus conclusiones y rellenaría algunos huecos.

El resultado, esencialmente, era el mismo. Los jóvenes no estaban desaparecidos, habían sido asesinados por una banda de narcotraficantes protegidos por algunas policías municipales de Guerrero (gobernado por el PRD) y sus restos desaparecidos. Troceados algunos, incinerados otros; eliminados todos (44).

Pero el gobierno se abstuvo en aquel tiempo de mencionar dos palabras: narcotráfico y asesinato colectivo.

Una persona cercana a la investigación me dijo: no quisimos decir nada del robo de un camión con heroína para no ser acusados de revictimizar a los muertos con alusiones al narco. Se nos iban a echar encima. De todos modos, se les abalanzaron.

No olvidemos el origen accidental de todo esto: los directivos de la escuela Burgos, usaron a los estudiantes de reciente ingreso para secuestrar camiones suburbanos para el posterior acarreo de contingentes a las manifestaciones por el dos de octubre. Como cada año.

Uno de esos autobuses –entre otros de la mafia–, llevaba en la panza un cargamento de heroína cuyo destino final era la ciudad de Chicago. Los jóvenes en su mayoría, ni siquiera sabían algo de eso. La disputa entre los cárteles los puso en el peor escenario posible.

Pero como los dueños de la droga trabajaban con el alcalde Abarca –puesto ahí gracias a su patronazgo a la izquierda y su vinculación con la amapola— los obligaron a él y su esposa, a poner a las policías a su servicio. Por eso retuvieron a los muchachos y los entregaron a los asesinos, hoy libres.

Todo esto quedó asentado y demostrado, pero como nunca fue ni será una verdad admitida por quienes en su momento emparejaron a la izquierda con el narco, necesitaban una versión inatacable. Por eso le dieron el encargo a la CIDH, de la cual Emilio Álvarez Icaza, férreo opositor a aquel gobierno (y ahora a este), era secretario ejecutivo. Negocio redondo.

Así crearon el grupo de cinco expertos. Cobraron millones de dólares y nunca sirvieron para nada como no fuera montarse en el trabajo ajeno y descalificar para extender su “mandato” tres veces. Y no lograr nada cierto.  

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona