Para cualquiera –como este redactor–, con el privilegio de haber trabajado seis años con el Presidente Miguel de la Madrid resulta muy difícil recordarlo con una sola imagen.
-¿Cuál de todos los momentos de ese duro tránsito entre el poder y la dificultad lo retrataría de un solo golpe? ¿Cuál puede ser la imagen imborrable por encima de otras muchas también fijas en el recuerdo?
Indudablemente una tarde en Tijuana cuando las presiones del gobierno de Estados Unidos se acentuaban en todos los órdenes con la economía como pretexto, palanca y punto de apoyo para quebrar la voluntad nacional.
La deuda agobiaba al país. Y no había sido, es verdad, ni adquirida ni manejada por Miguel de la Madrid. La enorme deuda externa, pesada como una piedra funeraria –diría después en uno más de sus cínicos extremos, José López Portillo–, había sido contratada por el pueblo de México.
Los americanos apretaban y no cesaban de presionar.
La política exterior de México, especialmente la manifestada a través del Grupo Contadora, se les atragantaba. Los Estados Unidos agitaban internamente, soltaban plumas domesticadas y cuando era necesario golpeaban con las calumnias sobre la moralidad del presidente.
Un viejo colaborador de la CIA, Jack Anderson, había propalado el embuste de un depósito personal por 125 millones de dólares del Presidente en una cuenta en Suiza. Cuenta inexistente (hasta el día de hoy); depósito imaginario pero falacia eficaz a la cual los cipayos locales secundaron con entusiasmo.
Por esos días hubo una gira de trabajo a Baja California. Furioso como pocas veces el presidente dijo un discurso fuera de su estilo acostumbrado en pos de prudencia y armonía. De un manotazo en el atril, casi se queda sin micrófonos.
–¡Los muertos no pagan!, dijo allá arriba en la línea donde comienza México, no donde acaba.
Obviamente cualquiera habría asociado esa advertencia con su compromiso en el día inicial del mandato: no permitir un país vuelto arera entre las manos. Y no ocurrió. México no se deshizo y hoy es oportuno reflexionar en cómo recibió y cómo entregó la administración.
Días después tuve ocasión de comentar con él aquella línea fragorosa.
–¿Y le entendieron, los gringos presidente?
–No lo se, ojalá, por el bien de todos, hasta el de ellos.
Pero hubo en el gobierno de De la Madrid cosas terribles. La peor tragedia de la historia sísmica nacional y un alud de incomprensión ante la respuesta del gobierno al cual se culpó de no intervenir oportunamente.
Fue el despertar de la sociedad civil en ausencia del gobierno, dicen los voceros del lugar común, como si la sociedad civil hubiera evitado las epidemias; operado los hospitales, apagado los incendios, sepultado a los muertos y reconstruido la capital del país en un año en medio de una inusitada crisis financiera.
En el gobierno había voces a favor de la inmediata suspensión de garantías. De la Madrid se negó. Había quien le demandaba instalar una tienda de campaña junto a los restos de la Avenida Juárez y desde ahí despachar el gobierno. Se negó también. No voy a lucrar con la desgracia; no quiero cámaras ni periodistas en mis recorridos.
Y los hacía cada noche desde la primera noche. Yo estuve con él en muchas ocasiones. Cuando los segundos sismos remataron la obra del primero y enorme, estábamos en la esquina de Eje Central y Arcos de Belem, frente a la fuente del Salto del Agua. El entonces coronel Domiro García Reyes lo metió de un empellón al autobús mientras enfrente crujía un edificio junto al Hotel Virreyes.
Pero esa discreción no fue reconocida. El populismo se apoderó de los movimientos sociales y condujo a la situación ya sabida: el triunfo electoral de la izquierda, el surgimiento de las tribus del actual perredé.
Los simplistas del análisis llegan a extremos de imaginaria magnanimidad cuando dicen, fue un presidente gris.
Sin embargo muchas de sus acciones le dieron respiro a la situación. Su concepto de la planeación democrática ha servido para la continuidad de muchos programas de gobierno. La renovación moral de la sociedad –por no hablar de sus demás ejes de administración–, es hoy (como nunca antes cuando lo atacaron por proponerla) una exigencia insoslayable. Su forma sensata de combatir el delito nunca llevó al país a un baño de sangre.
Miguel de la Madrid conoció la incomprensión pero nunca vivió el exilio, circunstancia inevitable para otros. Su meta, cumplida la presidencia, era regresar a la vida personal sin recibir el repudio –o la mentada general– del pueblo. Su labor en el Fondo de Cultura Económica le dio otra dimensión a la editorial y a él le dio la muy decorosa posibilidad de servir a su país –callado y discreto–, después de tener en sus manos la jefatura del Estado.
Por eso y por otras muchas cosas más se le podía ver con frecuencia en sus años últimos en algún restaurante o en la función sabatina de cine en Altavista. Iba con su esposa Paloma Cordero, señora sin intromisiones disimuladas, modelo real de alejamiento político.
Caminaba despacio y miraba a través de unos anteojos de grandes aros de pasta negra. Algunos se acercaban a saludarlo. Otros lo veían a la distancia pero nunca supe de imprecaciones o agresión alguna.
El marchaba tranquilo con la frente en alto, con la dignidad de un ciudadano con pasadas y pesadas responsabilidades anteriores. Y así se fue: con la frente en alto.
descance en paz, gran señor en toda la extension de la palabra. siempre lo recordare con mucho afecto y mucho cariño. que dios lo tenga en resguardo.
lamento mucho su partida y mi pesame para toda su fam. en especial a la gran sra. paloma, es una gran dama.