–Te lo digo en serio, esto es para hacerse millonario.
La idea era simple: sembrar jacarandas en el Paseo de la Reforma y otras avenidas de estética recuperable (tramos de Insurgentes, Ámsterdam, las laterales del Periférico y convertir la ciudad de México, mal menos en la primavera, en un bello mosaico de color morado esplendoroso, con las nubes en la copa del árbol, pues ya se sabe (la frase no es mía) las flores de ese árbol de tronco torcido, son al mismo tiempo nube y alfombra.
–Si le vendemos los arbolitos al gobierno de la ciudad, después le cobramos por el mantenimiento, por limpiarlos de plagas, por podarlos. Negocio redondo”.
Ignoro si mi imaginativo amigo hizo o no esa empresa pero el arbolado urbano se ha convertido en tiempos recientes en asunto de primera plana, quizá por no haber reales noticias en lugar de la eterna cantilena sobre el cuidado de los árboles.
Hoy los indignados vecinos del desaparecido río Mixcoac han puesto el grito en el cielo (como no lo pusieron nuestros antepasados cuando se cegaron ríos y lagos) pues la prolongación del Circuito Interior hace necesario un túnel y para eso ser requiere echar abajo (o mover si se trata de ejemplares crecidos) algunos árboles.
Unos dicen decenas, otros dicen cientos y no falta quien hable de miles. Total, el gobierno derribará cerca de 500 fresnos cipreses y quién sabe cuántas otras variedades, algunos de ellos añosos, venerables, benéficos, pero por muy necesarios como sean, al menos son restituibles. Sin se tiran 50 se pueden sembrar 500.
La devoción por los árboles en esta ciudad siempre me ha parecido una exageración. Todos, en algún momento se quieren sentir Miguel Ángel de Quevedo, no importa si a unos cuantos metros de donde este benemérito del árbol nos dejó los Viveros de Coyoacán, el vandalismo huehuenche haya convertido los troncos rugosos de los árboles en depósitos chicle mascado, pues han cubierto con sus gomas todo el tronco de muchos ejemplares asfixiados por las resinosas babas de los irrespetuosos.
Cuando Carlos Hank González, para hacer viables los Ejes Viales, censurados por la euforia protectora de los árboles y palmeras contrató los servicios de Juan Siles quien desarrolló una técnica para trasplantar los árboles, sin importar su tamaño, desde la raíz.
Hacía un agujero circular enorme en torno del tronco y como si hiciera una maceta colosal, forraba con costales el amasijo de la raigambre y con todo y tierra; lo encalaba y se lo llevaba en una plataforma a su nuevo domicilio. Luego hacía otro agujero mayúsculo, y sembraba el enorme macetón: de diez, se le moría uno; los “apóstoles del árbol”, se callaban.
Hace unos días la ciudad miró la muerte, o al menos la caída (algunos estaban de pie, pero ya no vivían; eran troncos secos), de cientos de árboles. La ventolera furibunda, precursora de los días de la contingencia ambiental metropolitana, derribó 600 árboles en varios puntos de la ciudad. También tiró anuncios. Ojalá y esos los hubiera abatido todos.
Pero a los mexicanos nos importan los árboles. Dicen.
No entiendo como los cerros y montes y montañas están pelones y los malos madereros arrasan, talan, tumban, rozan y destruyen miles de hectáreas forestales cada año. Pero eso sí, miramos alborozados los árboles de la vida de Metepec y le rendimos culto a un tronco seco e insignificante al cual llamamos “Árbol de la noche triste” en memoria del llanto de los conquistadores quienes después de enjugar sus lágrimas le rompieron la madre a los Mexicas.
Pero en el caso actual, el del “deprimido” de Río Mixcoac, no todo será tristeza. El gobierno ofrece a cambio de los árboles retirados, la resiembra de otros tantos, multiplicados por dos o por tres, y la construcción de un parque lineal (esos cuya planta está sobre camellones o avenidas hundidas) con 20 mil metros cuadrados debidamente ajardinados y con área verde suficiente para compensar el desequilibrio ecológico causado por la tala.
Hace unos años el gobierno quiso acallar las protestas de todo este vocinglero coro de “arbolistas” y prometió sembrar diez millones de árboles. No sé si eran las jacarandas de mi industrioso y negociante amigo, quien a la larga parece haberse salido con la suya, pero al leer la promesa, el gran Manuel Buendía hizo una columna en la cual se preguntaba si con tal profusión de árboles, en vez de autos o bicicletas, íbamos –como Tarzán– a jalar lianas celestiales para transportarnos por la capital del país.