Luis Echeverría es hoy un hombre cuya historia todavía supera su vida. Y ya lleva un siglo sobre la espalda.

Su sexenio, caracterizado por un populismo internacionalista, expresado en la definición colonial del Tercer Mundo, se construyó –como toda obra demagógica–, por encima de la mesura y más allá de la lógica.

Caprichoso, autoritario, terco y reacio ante la crítica, ególatra y todo cuanto se le quiera atribuir, tuvo sin embargo logros importantes: la vertebración de Baja California con la carretera transpeninsular y la constitución de BCS como un estado más de la Federación, la creación de la Universidad Autónoma Metropolitana, el fomento siderúrgico, la organización del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, la apertura de una agencia noticiosa nacional, Notimex; el sistema de Televisión Rural Mexicana y la fundación de Cancún, como polo mayor de la industria turística nacional, son algunas cosas sobre las cuales se reflexiona poco.

Todo se va en la reiterativa condena por el año 68, cuando –lo sabe cualquier conocedor de la disciplina revolucionaria e institucional–, solamente el presidente podía darle órdenes al Ejército, no el secretario de Gobernación. Y Díaz Ordaz no estaba ni ausente ni enfermo no tenía el talante para delegar semejante decisión en un subordinado. 

Pero lo ocurrido el diez de junio, años después, es única y exclusivamente responsabilidad de Echeverría. Esa sangre es toda suya.

Memorables sus frases, por encima de sus ideas, si las tuvo, Echeverría no dijo nada ajeno al hábito hereditario del poder unipersonal. Si en su lógica “las finanzas se manejan desde Los Pinos”, es receta repetida hasta hoy, con una pequeña diferencia: el Banco Central no era autónomo. Hoy su autonomía existe, amenazada, pero vigente, como viva está su habitual condena a los emisarios del pasado y su exaltación de almanaque de los héroes nacionales, así como su inagotable trajinar por el país desperdigando por los “caminos de mano de obra”, su infecunda verborrea de todos los días y todas las horas.

Cuando en la exaltación juarista decretó un minuto de silencio nacional en memoria del patricio, el genial humorista Francisco Liguori lo acribilló con este epigrama:


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“Aunque a Juárez reverencio/me parece una osadía/ esperar de Echeverría/ un minuto de silencio.”

Otro de los baldones de ignominia con los cuales cargó casi la mitad de su vida, fue el golpe a “Excélsior”, una pésima forma de resolver un problema personal con el entonces director, Julio Scherer.  

El “ataque a la libertad de expresión” no impidió la organización de la agencia CISA (con un télex prestado por el PRI) y la aparición de “Proceso” todavía bajo su gobierno.

Los políticos siempre se dicen pacientes en la espera del juicio de la historia y ese juicio en el caso de Echeverría ya fue dictado hace mucho tiempo. 

Además de sus folclorismos políticos, su imaginaria austeridad de horchata y equipales; su tercermundismo y sus ramplonerías sociales, musicales y hasta coreográficas, Echeverría le causó graves daños económicos a este país. 

Manejó pésimamente la política petrolera, toleró la corrupción dentro y fuera del partido y dislocó sin provecho los factores de la producción y estableció una imaginaria supremacía clasista y populachera.

Llevó la división a límites insuperables, hasta propiciar un estado inestable cuyo clímax fue el asesinato de Eugenio Garza Sada por los guerrilleros de la Liga Comunista 23 de septiembre. 

Desató fuerzas cuyo control se le escapó de las manos. Y para colmo no supo reconocer a las oposiciones para llegar a una sucesión competida.

Ahí cometió su último y quizá más grave error. 

Dejó el país en manos de un amigo de juventud con el cual terminó malquistado y abrió la senda para “la docena trágica”, cuya expresión más visible fue una deuda impagable unida a una larga sucesión de devaluaciones. 

De todos modos, felicidades por los primeros cien…

Rafael Cardona | El Cristalazo

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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