Recibida con alborozo por su pasado en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la actual canciller Alicia Bárcena (y por unas horas más), sale del escenario en medio de un traspiés monumental, entre los muchos registrados en la fallidísima política exterior del rústico primer piso de la IV-T.
Frente al incomprensible conflicto generado contra de la España actual por los delitos cometidos hace quinientos años (poquito), por otros peninsulares de cuando aquello era un amasijo de casas de gobierno en el medioevo tardío del siglo XVI, nos propone una batea: una ceremonia común de “desagravio” por las atrocidades de la conquista y todo ese catálogo de reivindicaciones de los pueblos originarios actualmente extintos.
Dicho de otro modo, si no quiere sopa, dos platos.
Si el reino de España no ofrece disculpas, propongámosle el desagravio, como si no fuera ese tema –precisamente– la raíz del conflicto estimulado por los anacrónicos reclamos mexicanos. O no mexicanos, del presidente actual (y por lo visto, de la próxima presidenta con “A”).
Como todos sabemos la postrera ocurrencia de la señora Bárcena es hilarante e ignorante. Recordemos un documento cuyo contenido ella de seguro conoce. Y si lo ignora, mejor salgamos de carrera.
Me refiero al acuerdo firmado durante la presidencia (muy breve, por cierto) de José Justo Corro, por parte de la nación mexicana y el régimen de María Cristina de Borbón viuda de Fernando VII, conocido (desde 1838) como tratado Santa María-Calatrava, por el ministro plenipotenciario mexicano, Miguel Santa María y el representante de la corona borbónica, José María Calatrava, Secretario del Despacho de Estado y Presidente del Consejo de ministros.
En ese documento, además de reconocerse plenamente la existencia del Estado mexicano, la independencia y la soberanía del país, se trazan líneas generales de colaboración y comercio. Fue como un bisabuelo de los actuales Tratados de Libre Comercio, tal y como tenemos con Canadá y Estados Unidos.
Eso nos lleva al ya dicho tratado, uno de cuyos párrafos nodales así reza:
“…Habrá total olvido de lo pasado y una amistad general y completa para todos los Mexicanos y Españoles, sin excepción alguna, que puedan hallarse expulsados, ausentes, desterrados, ocultos, ó que por acaso estuvieren presos ó coordinados sin conocimiento de los Gobiernos respectivos, cualquiera que sea el partido que hubiesen seguido durante las guerras y disensiones felizmente terminadas por el presente Tratado, en todo el tiempo de ellas, y hasta la ratificación del mismo.
“Y esta amnistía se estipula y ha de darse por alta interposición se S.M. Carlota en prueba del deseo que la anima de que se cimienten sobre principios de justicia y beneficie la estrecha amistad, paz y unión que desde ahora en adelante, y para siempre, han de conservarse entre Sus Súbditos y los Ciudadanos de la República Mexicana.
Ese documento fue importante porque España había desconocido el Plan de Iguala, los Tratados de Córdoba y el Acta de Independencia del Imperio Mexicano en 1821 y su indudable definitividad marcaba un rumbo cierto para las relaciones en términos de igualdad soberana.
“Su Majestad la Reina Gobernadora de las Españas, á nombre de su Augusta hija Doña Isabel II, reconoce como Nación Libre, Soberana e Independiente la República Mexicana, compuesta de los Estados y Países especificados en su ley constitucional, á saber: el territorio comprendido en el Virreinato llamado antes Nueva España; el que se decía Capitanía general de Yucatán; el de las comandancias llamadas antes de Provincias internas de Oriente y Occidente; el de baja y alta California: y los territorios anexos é Islas adyacentes, de que en ambos mares está actualmente en posesión la expresada República.
“Y S.M. renuncia, tanto por sí como sus herederos y sucesores, á toda pretensión al gobierno, propiedad y derecho territorial de dichos Estados y Países”.
Esta es historia escrita, no ocurrencia repentina y torpe.