Con el cuerpo lacio y los dientes como castañuelas, nadie se siente rey de nada, ni siquiera de su propia cama donde se pasa horas y horas revolviéndose como tlaconete con sal. Y además con 38 o 39 grados y una bolsa de hielo en la mollera.
Se presentó silenciosa y anónima. Quizá el anonimato sea el silencio del nombre. Tras un análisis de laboratorio en el cual tras usar una toallita aséptica (frótese con esto, en Benzal) deposité una muestra líquida y amarilla, de esa con la cual algunos ensayan la “orinoterapia” (Cruz Lizárraga, fundador de “El recodo” se zampaba un vaso cada mañana y murió de edad avanzada) por lo menos creí conocer el nombre de mi microscópico enemigo, o la colonia de ellos. Se llama “e-colli” y según dicen algunos es tan antiguo como la creación y sobrevivirá por los siglos de los siglos, ya sea en el tracto intestinal de los humanos o en algún otro hábitat donde la casualidad le permita adaptarse.
—¿Cómo se alojó en las vías urinarias y causó el cataclismo febril de sudores helados y temblores incontrolados, quebranto de la osamenta y palpitaciones cerebrales? No lo sé ni me importa. Tampoco se lo he podido preguntar al doctor Theodore von Escherich, quien como todos sabemos murió en 1885 y fue precursor en el estudio de este bicho inmundo (vive además en las aguas negras) cuya existencia, por paradójicas razones, es necesaria para los humanos pues ayuda en la fermentación de la glucosa y la lactosa.
Uno se pone a pensar durante la ociosidad febril, cuántos miles de personas habrán muerto por ataques de estas bacterias desde 1885. He revisado a la Tuchman para saber si de ella se habla en la novela histórica “Un espejo lejano”; en la cual se narra cómo la población de Europa disminuyó a la mitad nada más (bueno y por la guerra de los “Cien años”) por una pariente de esta bacteria, transmitida por las ratas y causante de la “Peste Negra”.
Pero por lo visto en ocasiones se amotina y con su insuperable pequeñez nos ayuda dejar de lado esa leyenda presumida de sentirnos reyes de la creación. Con el cuerpo lacio y los dientes como castañuelas, nadie se siente rey de nada, ni siquiera de su propia cama donde se pasa horas y horas revolviéndose como tlaconete con sal. Y además con 38 o 39 grados y una bolsa de hielo en la mollera.
Negro siente uno el panorama. Y en los insomnios febriles, esos cuya intranquilidad semeja a los silbatos y campanadas de los patios de tren en la poesía de Ramón López Velarde, llegan fantasmas y truculencias. La imaginación se estimula con las memorias de García Márquez quien nos recuerda la vida de su madre, Luis Santiago, quien “… había crecido en una infancia incierta de fiebres tercianas, pero cuando se curó de la última fue del todo y para siempre, con una salud de cemento armado que le permitió celebrar los 95 años con 11 hijos suyos y cuatro más de su esposo, y con 66 nietos, 73 bisnietos y 5 tataranietos. Sin contar los que nunca se supieron.”
De pronto se siente el taladro en la frente, como ese monstruoso hombre mosco cuyo pico es un taladro en la frente del hombre espantado, como hemos visto en el célebre grabado de Julio Ruelas.
En otras ocasiones zumban los oídos como si dentro hubiera una cafetera en ebullición y a ratos simplemente llega el sopor benéfico cuya contundencia no es distraída ni siquiera por la pantalla del televisor.
Muchos dirán, tanto para decir; estoy enfermo. Pues sí, y no tenía otro tema.
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