Dicen las teorías más simples: los humanos se asocian, se agrupan en el impulso gregario de su especie sólo con poco fines: protegerse mutuamente, ayudarse, dividir el trabajo, separar la faena y perpetuar la especie, conceptos añejos, separados quizá por la nueva sociedad globalizada.
¿Cuál es el impulso actual de nuestra sociedad, de este extraño conglomerado mexicano de los días de hoy, oscilante entre la duda, la desconfianza, el precios del dólar y la cínica desconfianza de todos frente a todos?, para no hablar de otros rumbos planetarios tan disgregados, rotos, extraviados en la desigualdad, la pobreza o la opulencia excluyente como quieren lograr algunos americanos de nuca roja y peluca zanahoria, a lo largo de una frontera dolida y mal cicatrizada
Hay ahora signos extrañísimos en nuestra convivencia nacional (debemos llamarla de alguna manera).
Al parecer nos movemos entre el rencor y la maldad, la displicencia y el hartazgo, en una interminable competencia por descalificarlo todo; sembrar la verdad propia, sea o no real, y combatir con ferocidad al enemigo. El enemigo actual es todo aquello distinto de la (mi) verdad prefabricada.
Cada quien tiene una (su) verdad, o promueve rumores especiosos como si fueran la certeza final de cualquier filosofía, y no hace sino arrinconarse en un espacio estrecho en el cual nada cabe pero tampoco nada puede salir. Presos en el capullo de la intransigencia, zumbamos como avispas en el indescifrable panal de las redes sociales donde se levantan hogueras, se anulan famas, se injuria sin ton ni son; se juzga. Si la verdad nos haría libres; la tecnología nos hará intransigentes.
El múltiple asesinato ya conocido como “Caso Narvarte” es un ejemplo de esta disgregación. El accidente aeronáutico de César Duarte, gobernador de Chihuahua, es otro ejemplo. Todos se salvaron de la caída, pero nadie se salva de la condena rumorosa. ¿Por qué? Porque sí.
Ya no hablemos del aluvión por venir en torno de la verdadera historia de Tanhuato cuyos detalles (algunos inventados, otros insinuados), ya horrorizan a la mitad de los murmuradores, en tanto la otra mitad los engorda y alimenta. ¿Sabremos algún día la verdad?
De tanto preguntar parecemos reacios a saber.
¿Tiene sentido indagar la verdad cuando esta no es una materia objetiva sino una sospecha desechable o (en caso de admitirla y solo en ese caso) una confirmación de los juicios previos?
Pero en ocasiones los hechos le dan la razón a la sospecha (y también ocurre al revés), al prejuicio, a la anticipación de la condena.
Es el caso del mago de la Función Pública, Virgilio Andrade, a quien las barajas se le cayeron frente a los ojos de un público indignado antes de llenarse el lunetario de su tardía tanda.
–¿Y esto quien lo dice?
Lo vinieron diciendo todos quienes pudieron hablar, opinar, divulgar en redes o en medios, durante los meses previos al hallazgo previsible: aquí no ha pasado nada.
Y quizá no haya pasado, pero indagarlo lo hace pasar. Y disculparse por las interpretaciones, le da vigor y vigencia a las interpretaciones. La confirmación es automática.
La verdad en estos casos no es una realidad presente por si misma, es el resultado de una presión y una concesión. Es algo fabricado, no hallado por la generosa exposición de una realidad ahí puesta. Es un arreglo.
¿Existe la verdad? ¿Cuántas hay?, quizá cada quien tenga la suya no por existente sino por creíble nada más para sus ojos. Vamos por la vida con dos cargas: nuestros pecados y nuestros perdones; nuestra realidad y los reflejos de ella en el cristal de las conveniencias.
La realidad es, como nunca, una apariencia.
No pudo ni siquiera el dramaturgo más creativo, sea quien sea, hallar un elenco mejor para un drama: reúna a dos personas de semejanza política. Uno es un fotógrafo de mediano prestigio, casi “parado”, dedicado a la venta ocasional de su trabajo; quien emigra de un lugar donde ha sido amenazado. Se relaciona con una mujer de intensidad contestataria quien ha dicho en público a quien responsabiliza si su seguridad se derrumba y la derrumba a ella. En ambos casos señalan al gobernador de un estado violento.
La escena se desarrolla en un departamento de clase media de la ciudad de México. Los otros personajes del quinteto son mujeres cuya precaria economía las hace compartir alquileres y gastos diversos. Una de ellas se dedica al modelaje; la otra es algo similar a una maquillista. Menesteres de dudosa estabilidad. La última es una sirvienta.
Una tarde aparecen todos muertos. La conspiración política se lleva entre las espuelas a quienes carecerían de conexión y si embargo están conectados por hilos invisibles. ¿Qué los unió esa jornada?
La casualidad de una noche prolongada, en la cual comparten conducta, mesa y –se dice— cama, los agrupa entre la lujuria y la mariguana; la cocaína y el sexo. Unos llegan, otros visitan; unos se van y vuelven, otros llegan antes, unos lo hacen después. El ojo implacable los registra. Las cámaras callejeras detectan a un hombre con una valija. Con ella escapa presuroso. Los demás se roban un auto rojo. De la casa no han desaparecido cosas medianamente valiosas. ¿Qué hay en la maleta?
No se sabe pero por ese misterioso contenido torturaron, vejaron y asesinaron a cinco personas, así la correcta indignación sólo se haya preocupado por dos en la escandalera del aprovechamiento, por los políticamente visibles. Lo supuesto vence a lo real. ¿Cinco cadáveres? No, los cuerpos de un fotógrafo, una activista y tres –daños “colaterales” sin importancia–, ni siquiera la importancia de haber estado vivos.
Podríamos llamar a Tarantino para hacer de esto el más truculento de sus filmes, pero por desgracia no es una película, es una triste realidad.
Y cuando todo acabe, cuando –serio, rotundo y definitivo– el Procurador de Justicia del Distrito Federal, Rodolfo Ríos, hable con los documentos periciales y los hechos reconstruidos y los exámenes de tóxicos en la sangre detenida, cuando hable de quien era quién y cómo vivía y cuál era su oficio real y cómo se tejieron los hilos de la casualidad y la invitación para reunir a un grupo de víctimas en la trama indescifrable de las vidas de tres asesinos (o más) y se sepa bien a bien de provenían pitanzas y manutenciones; cuando todo se conozca (aun cuando no todo se acepte) y cuando estén las pruebas evidentes en las manos, cuando se exponga el lienzo completo de una indagatoria cuyos resultados (sean cuales sean) ya han sido descalificados desde ahora, ¿quien le va a pagar a la realidad los platos rotos?
Pellejos para el gato, dirán algunos sobre la calidad del trabajo. Y la rueda dará otro giro.
BELTRONES
Cuando ingresó al PRI, Manlio Fabio Beltrones tenía 16 años. De entonces para acá ha pasado agua debajo del puente. Estas palabras habrían sido entones impronunciables e inconcebibles:
“…Sería difícil ignorar las elecciones de junio pasado. Admitamos que los partidos políticos se han rezagado respecto a las demandas de las sociedades modernas. No son suficientes para ganar por sí mismos unas elecciones. Pero son indispensables como órganos de representación y acción política. En el caso del PRI, es imperativo que se plantee como tarea principal ser un auténtico instrumento al servicio de la sociedad. Los primeros pasos ya están dados, nosotros los continuaremos.
“Ahora el Partido debe ir al encuentro de la ciudadanía y regresar al trabajo de base comunitaria, en el cual radican su identidad y su fuerza y donde emergen los liderazgos sociales de vanguardia…”