En la mañana de hoy se abrirá una ventana a lo desconocido. Nadie sabe cómo serán –ya no digamos los siguientes años–, los próximos días en la vida de los Estados Unidos, ni tampoco la repercusión de los nuevos eventos en las relaciones internacionales.
Acostumbrados como estamos al uso de los adjetivos del milenio, especialmente cuando hablamos lo insólito, lo inusual, lo inédito, vemos con tranquilidad cualquier asalto a la normalidad: hoy, lo han dicho varios comentaristas, hay un despliegue militar superior en número y calidad a las tropas americanas en todos los frentes de guerra del mundo.
Parecería una cruel paradoja: el militarismo estadunidense, pieza indispensable de su poderío imperial, ahora ha tomado la loma del Capitolio; para evitar la intrusión de los ejércitos de la noche, si es posible utilizar esa frase de Norman Mailer.
Hoy ha sido necesario sitiar la ciudad donde se asienta la democracia americana para salvaguardar los pilares de un sistema de convivencia, amenazados por alguien cuyo poder destructor se instaló mediante métodos electorales, fórmula simple del ejercicio democrático en las sociedades representativas.
La presidencia de Donald Trump fue un periodo tan catastrófico como fecundo: lo primero no requiere explicación ni abundancia. Lo segundo sí; fecundó con perversas semillas de odio, fanatismo, supremacía blanca, exclusión, estímulo al orgullo de los peores, elogio de la barbarie, a la mitad de la población estadounidense.
Esa es la obra de todo populismo, de todo fanatismo. Para lograr de nuevo la grandeza americana, Trump les hizo creer a sus seguidores en la necesidad de borrar a la mitad de América. La mitad reacia a compartir valores de los cuales ni siquiera ellos mismos podían ufanarse. Ese es, en muchos sentidos, el residuo de toda revolución: dividir.
Si el trumpismo no fue una revolución en el sentido de una modificación estructural violenta si llevaban en su naturaleza el reacomodo pragmático de las peores características del sótano americano. Una mezcla de resentimiento, ignorancia y bastardía. Todo eso ya lo sabemos de sobra. Lo padecimos como vecinos, sin importar la algarabía pragmática del actual gobierno cuya sumisión ni siquiera tuvo frutos.
Con evitar las amenazas nos sentimos confortados.
Hoy esa ventana abierta a lo desconocido en Estados Unidos, tampoco tiene un paisaje cierto para los mexicanos.
El orgullo grotesco de cómo alivia nuestra maltrecha economía el volumen de las remesas de los expatriados, puede verse afectado por el endurecimiento de algunas condiciones económicas en los Estados Unidos. El “otro México”, el de los paisanos de allá, es frágil, muy frágil.
Por otra parte la caravana detenida a porrazos en Guatemala es apenas la primera de las muchas por venir. La estrategia mexicana de fomentar el desarrollo centroamericano mediante la siembra de arbolitos, no solo es ridícula sino inviable en términos de economía. La pobreza centroamericana no es una coyuntura; es una condena, y no será resuelta ni terminada si los ciegos conducen a los ciegos.
No podeos redimir la pobreza en México, y queremos estimular el desarrollo de tres países centroamericanos nada más con el hálito de la demagogia. Es como si cediéramos nuestras vacunas a los países pobres.
SINCERIDAD
Uno de los grandes privilegios de la vejez, además de la experiencia y la sabiduría en algunos temas, es el desprendimiento.
Un anciano se desprende de los ropajes de la conveniencia y las buenas maneras, la hipocresía, pues, y como no tiene nada por perder, ni busca ganar algo, porque tiene una vida cumplida y recursos suficientes para los años por venir puede ser sincero o Sincera.
Por eso Elena Poniatowska, “Elenita”, desde hace muchos ayeres, ha tenido un destello de sinceridad y ha dicho algo con lo cual muchos mexicanos coincidimos: las “mañaneras, ya abruman, hartan, cansan, fatigan y dividen.
Ya sabemos la verdadera naturaleza de esos sermones interminables: son púlpito y barrera. Propaganda y defensa.
Y eso lo toma en cuenta Elena, quien desde la autoridad moral de la amistad, le señala errores a su amigo el presidente:
“–Señor presidente, ya párele a las mañaneras porque han provocado un hartazgo y nos tienen a todos al borde de la irritación y confrontación nacional…
“…¡Es muy terrible y muy lamentable que el presidente Andrés Manuel López Obrador divida a los mexicanos!”.
Esta crítica tiene un blindaje quizá como pocas: es la primera ocasión frente a la cual el Señor Presidente no podrá injuriar a quien opina diferente.
No son palabras de la prenda fifí.
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