Ayer publiqué la primera parte del texto inspirado en Jesús Puente Leyva. Hoy entrego la segunda parte como un último recuerdo a tan disciplinado y leal servidor de México; de sus instituciones, de su historia, de su cultura.
“…Pues andar así por estas calles es como estar muerto. No entiendo nada, no reconozco nada. No había tantas rejas ni visillos unos encima de otros. Y tampoco esta colectiva sensación de intranquilidad, de sospecha en cada cara. Mira, nos ven como si nos fueran a robar antes de que nosotros les robemos a ellos.
–¿Cuándo se llenó de miedo esta ciudad? ¿Qué pasó?
“No me diga embajador, si en todas partes es lo mismo, a poco no es igual en el Gran Buenos Aires o en las afueras de Miraflores o en Sao Paulo.
–No es lo mismo. Allá no duele, pero aquí uno se siente como si la ciudad misma se hubiera desarraigado, no es tanto la sensación propia. ¿Te acuerdas –me dice–, nuestro primer viaje a Nueva York. Yo uiba a hablar en las Asamblea General de las Naciones Unidas, ¿te acuerdas?
“Y como no, mi primer golpe como reportero internacional. Casi un secreto, el canciller no invitó a nadie más. Yo era el único reportero. Me fui en otro avión, me hospedé en otro hotel. Yo en el Roosevelt; él en el Waldorf Astoria.
“Salimos a caminar por la noche. Las interminables calles de Maniatan, las líneas rectas al horizonte y el horizonte de los edificios viendo cabía arriba. Los vapores por las coladeras. El ruido metálico de los autos pisando las atarjeas. El olor de la gasolina.
–“Mira, siente como suda esta ciudad, mira cómo transpira”, me dijo
–¿Te acuerdas lo que te dije aquella vez de la ciudad que sudaba? Sí, le respondí.
“Pues esta no suda, esta sangra, esta llora.
“Habíamos seguido por el costado de Los Pinos. Salimos a la avenida Chapultepec después de cruzar por un túnel sin alumbrado. El edificio maravilloso de Obregón Santacilia donde se ubica la secretaría de Salud –salubridad se llamaba en mis tiempos–, rodeado por tenderetes y pequeños autobuses llamados micros; mal hechos, peor diseñados; un paradero inmundo, sin ingeniería, estridente, inseguro.
“Y la reiteración del enorme zoco. Los vendedores, los miles y miles de vendedores de todo lo imaginable, los desperdicios industriales de China, los ilusorios lujos de la pobreza, las sobras.
–“Esto es cada vez más el Tercer Mundo”, dijo el embajador ya abiertamente en el olvido de la diplomacia. Salimos al Paseo de la Reforma, la única parte de la ciudad con pavimento nuevo. La Torre Mayor con su aspecto de edificio visitante, incómodo entre los demás, poco adaptado a la dejadez de su entorno, aristócrata de acero y vidrio, gigante de cristal, invitado opulento a la fiesta de los pobres.
“Detrás de la mole las ruinas de la colonia Cuauhtémoc, alguna vez tan “gentil y tan señora”, como decía Chabuca Granda de Lima.
–¿Te acuerdas de Lima, embajador? ¿Quién dijo? ¿Salazar Bondy, no?, ¿En qué momento se jodió el Perú?
–Pues no sé, como tampoco sé cuándo todo esto se hizo tan ruinoso, caduco y envejecido.
“Y avanzamos Reforma.
“La Esquina de la Información” y el horror de Bucareli eternamente cerrado antes de llegar a Gobernación. El edificio Gaona en ruinas, La Ciudadela llena de polvo, porros y vendedores de mariguana entre parejas de edad empeñadas en resucitar al ritmo de los viejos danzones. El Caballito- chimenea de Sebastián convertido en una cabeza carcomida por el ácido. Los dueños no lo quieren restaurar y por arriba de la crin amarilla ya se le mira el orín y la corrosiva exhalación de los vapores del drenaje.
–No es cosa del gobierno, es la rutina nacional; nadie hace nada. Todo se avejenta en el momento mismo de la inauguración.
–¿Te acuerdas cuando íbamos al Hotel Ritz con el “Chacho” Ibañez? Vas a ver ahora.
“Y llegamos a Madero y ya no quiere el embajador para no seguir en el ajetreo del comercio callejero siquiera atreverse a caminar por San Juan de Letrán, ya ni el nombre le queda.
“Estaba ahí, en esa pared. Era un bello muletazo “ de la firma” de “El soldado”, pintado con jirones de color veloz por Ruano Llopis. Ya no hay nada. El pequeño hotel, casi un pedazo de Nueva York en la calle de Plateros, ya no tiene ningún sabor. Lo administra una sucursal texana de hoteles atendidos a la trompa talega, como el Majestic, como el De Cortés.
–¿Dónde quedó la elegancia de esta ciudad, dónde sus bellos rincones, sus sitios de reunión, dónde su personalidad, su don, su levedad.
–Ya no es bello el atardecer en la Plaza, ni se siente la algarabía de los jóvenes al salir de las escuelas. Todo es violento y duro y rasposo. Casi todos viven detrás de una reja en las puertas, las ventanas, los zaguanes. Enjaulados, llenos de temor, asustados.
“El pobre embajador mira con los ojos turbios como platos. Treinta y dos años estuvo fuera de México, con visitas de tiempo en tiempo pero sin tiempo para darse cuenta de cómo se iba carcomiendo esta casa de piedras y tezontle y canteras muertas donde fue tan feliz por tantos años antes de recibir en premio de sus talentos, el exilio de la diplomacia.
“Y tuvo que recorren el mundo y romper con su acento entre norteñito y capitalino para venir a darse cuenta de cómo él y la ciudad habían envejecido separados.
“Mañana si quieres vamos a San Ángel o a Coyoacán…
–¡Carajo!, me dijo. Ojala nos dé tiempo de hacer algo antes de morirnos en este espanto.
Con la mejor intención fue escrita esta columna, estoy segura. Y sin embargo ésta, una supuesta dedicatoria a mi padre, es más bien el retrato de un hombre venido a menos -senil!-, un esparpajo.
¿Con qué derecho? ¿Quién es usted para representar a mi padre de esa manera? Déjeme decirle que tras la buena intención, en la mayoría y en el mejor de los casos, yace la estupidez y la ignorancia.
Mejor hubiera sido que usted no escribiera nada.