Si uno desconociera a los personajes de hoy, si los pudiera ver a través del velo de la leyenda como miramos a los políticos-estatua de antaño, si tuviéramos acaso el pretexto del tiempo por cuya lejanía todo se difumina y termina por aceptarse, si no halláramos en el título de González Pedrero la posibilidad del país de un solo hombre; si fuera posible, en fin, creer tantas patrañas y tantos delirios como ahora se nos ofrecen en una interminable caravana de promesas gitanas y mancas, irrealizables, inútiles, innecesarias y ocasionales, fútiles o decorativas, como vender un avión, cancelar un aeropuerto o mudar a la burocracia a ciudades escogidas sin ton ni son; si de verdad nos llenara el pecho la patriótica emoción de una democracia salvífica y redentora, quizá seríamos felices, acomodados en la butaca de ­esta sala de cine en la oscuridad, de cuya película apenas conocemos el programa porque el proyector ni siquiera se ha encendido, pero en realidad, algunos ya quieren salirse a la calle sin importar la lluvia o al calorón canicular o los robos y asaltos aquí y allá.

Éste es el México de la transición de terciopelo.

Es el país donde hay dos presidentes y termina por no haber ninguno. El activo (pasivo) por mandato de la Constitución, cuyas lámparas se han apagado y tras cuya ventana en Los Pinos sólo alumbra la mortecina luz de la vigilia temprana. Silencioso y ausente, discreto y callado, como no sea para felicitar en público a doña Angélica por su cumpleaños o jugar al golf en alguno de sus retiros frecuentes, en Punta ­Mita o en Lerma.

Muchos viven las vacaciones de verano, pero no así Andrés Manuel (presidente pasivo por calendario, pero activo por vocación), quien con un frenesí típico de su inagotable hiperactividad, sube y baja y mezcla la constitución moral (¡Dios mío!), con la siembra de frutales en la Selva Lacandona donde todo se puede dar, excepto las especies del capricho sexenal, en los albores de un gobierno aprovechado ahora para compensar los meses faltantes al final, pues para el 2024 las cosas acabarán dos meses antes de cumplirse los seis años con calendárica precisión, como todos sabemos.

Y en esas condiciones, con la pelambre facial de un romero en el Camino de Santiago, aparece José Antonio Meade, excandidato por el PRI y sus inútiles satélites, a decir públicamente (por segunda vez), cuánto quiere el éxito de Andrés Manuel en la disputada presidencia, ahora en manos tabasqueñas, y lo vemos, como gallo en corral ajeno, con una sonrisa nerviosa y las barbas blanquecinas, los hombros caídos y el lenguaje corporal de la incomodidad, sentado en el diván de la casa del ­futuro presidente, fiel a un guión de concordia orquestado quien sabe para qué y a cambio de cuáles condiciones futuras, pues nada en política queda lejos del axioma del quid pro quo, lo cual quiere decir, te doy, me das y va una cosa por otra.

—¿Y cuál fue el menú del desayuno? Para Meade, ­sapo a la cacerola. Ándele, cómaselo todo.

Pero el país, salvo algunas excepciones tan poco notables como escasas, vive todavía sumergido en un estado general de hipnosis muy poco propicio para la ­vista clara.

El próximo presidente aturde con su hiperactiva ­verborrea.

Cada mañana, cada tarde; un día sí y otro también lanza mensajes tan distintos y a veces incomprensibles, como para no dar tiempo de asimilar sus proclamas, mandatos, señales, advertencias, contradicciones —por ejemplo—, entre el amor como base republicana y la advertencia de una memoria sin venganza pero sin amnesia; del verbo para perdonar, de la consulta para x o y a la firmeza inconsulta para imponer.

—¿Cuál será la razón —pongamos sólo ese caso—, de mover la Secretaría de Educación Pública a Puebla? ¿Por qué ahí?

Pues como dijo Francisco Franco, porque se puede. Y punto.

Y por esa razón ni siquiera se deben analizar los nombramientos de los colaboradores. No tiene caso censurar a Romero Oropeza en PEMEX o a Bartlett en la CFE. Eso es así porque la ley lo permite y a callar. Y lo mismo con el resto del gabinete entre Montessori y La Academia.

En tiempos confusos (y estos así me lo parecen), la opinión (pública, publicada o general), pasa por una condición como de anestesia.

François Bédarida, en una interesante biografía de Churchill, habla de los errores del héroe británico poco tiempo antes de la guerra (1937) cuando ni siquiera su agudeza le permitía un juico certero sobre la amenaza de Hitler. Leamos:

“…Churchill no duda en plantearse: ‘¿Hitler, monstruo o héroe?, será la historia quien se pronuncie’…”

Y reflexiona:

“…Cuando vemos de qué modo una mente tan aguda y bien informada como la de Churchill, puede llegar a equivocarse tanto, podemos calibrar la medida del trastorno que anestesiaba toda la opinión en aquella época, una opinión asustada por los horrores de la Gran Guerra y en la que dominaba un pacifismo visceral y difuso…”

Visceral y difuso, como esa mise en scène del diván y la mueca, porque los mexicanos también estamos espantados por nuestra Gran Guerra, declarada como respuesta a una acusación de fraude electoral y dictada desde Washington a Felipe Calderón.

Todos se han volcado en los elogios de tan celebrado encuentro —entre otros matices de estos días—, cuidadosamente realizado en el domicilio familiar del futuro presidente, para quitarle de arranque todo tinte de oficialismo promisorio y dejar las cosas públicas a la vista; pero las privadas en reserva, como debe ser.

Miente quien crea en la utilidad de divulgarlo ­todo. Ni le conviene a la política, ni lo merecen los ciudadanos, mucho menos los internautas ­cuya navegación por la galaxia del chismorreo nos debería llevar al aplauso de toda discreción. La vida no es sólo lo visible, también lo oculto. La verdad, dice Juan (8.31,32), nos hará libres, pero también nos puede hacer pedazos.

Por eso ha dicho Andrés Manuel una frase certera, tomada de un viejo proverbio árabe; “el hombre es amo de su silencio y esclavo de sus palabras”, aun cuando él la haya parafraseado como rehén de sus palabras y dueño de sus silencios.

Hoy vemos a los dirigentes de mañana, no exentos de tropezones, como por ejemplo aquella vergonzosa carta a Trump en la cual la similitud debería causar pena, no orgullo, ni mucho menos vano intento de emparejar el terreno de las negociaciones en un juego mendoso, de halagos compartidos entre un hombre de la ignorante frivolidad más espeluznante, como el presidente de Estados Unidos, y quien irrumpió en la vida pública ­nacional con el ejemplo de Juárez.

Parecerse a don Benito, como anhelo, no puede continuar con parecerse a Trump como estrategia. El insólito abrazo del chairo y el red neck. ¡Ay!, Marcelo.

Tiempos confusos éstos.

La colmena zumba y cuando las abejas vuelan no hacen miel. Tampoco sirve para mucho el ruido tenaz de los élitros del grillo, así Machado lo llame canto a la luna.

Aquí el grillerío, encabezado por la incontinencia verbal del futuro presidente, no deja oír. A cada ocurrencia sucede una nueva promesa y el país vive como un extraño en la escalera, para usar aquel guion de Tulio Demicheli y Ladislas Fodor.

No se le pueden ahora pedir nueces a quien sólo hace ruido, porque no es llegado su tiempo y como dice el Buen Libro: “ciertamente las muchas palabras multiplican la vanidad”. ¿Qué más tiene el hombre?”

Por ahora, nada.

OLIMÓN.

Hombre culto y educado, el sacerdote Manuel Olimón Nolasco murió en Escocia víctima de un infarto.

Su talento lo debió haber llevado a ser obispo, pero en el camino chocó contra Norberto Rivera y por meterse en una estéril polémica sobre Juan Diego y sus méritos de santidad, la veracidad histórica, la fe y el misterio guadalupano (como si Boturini no hubiera existido), fue confinado a una triste parroquia nayarita.

Lo recuerdo cuando presidía la Comisión de Arte ­Sacro y en el festejo de sus XXV años de ordenación en la basílica del Tepeyac donde Tania Libertad le regaló su voz para elevar la música del Ave María.

Descanse en paz.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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