Los caballos y los uniformes falsos; las plumas tiesas, los fusiles de utilería y los verdaderos, las enaguas y las cueras de bailarines y danzantes folclóricos; los cañones históricos, las piezas conmemorativas, los obuses y los arcos triunfales de cartón, la imitación de sombreros de doble canal y las banderas y a veces los aviones; las botas y los botines, el Ejército también como compañía teatral, como si la representación fuera un destino perdurable, como si todo se resolviera en el instante de repetir los episodios jamás atestiguados, el Ejército Trigarante en la marcha de los mexicanos de hoy, la patria en ilustración ardiente, en estampa dúctil ya un tiempo severa, los desfiles y las descubiertas y los dragones, como el momento culminante de celebraciones colocadas en el calendario de la inexactitud deliberada, el indigenismo renovado convertido en pirámide de tabla roca, la luz, las muchas bengalas por el cielo o los cohetones en estridente estallido de luz, las líneas del láser, las fachadas convertidas en telones para la magnificencia tricolor, todo eso es el festejo cuyo segundo Bicentenario no veremos repetirse nunca más porque cuando la patria cumpla 400 años de vida independiente ninguno de nosotros estará aquí para verlo y quien sabe si para entonces la historia tendrá el mismo sentido de confirmación política como ahora lo ha tenido, quien sabe si para entonces tengamos un país parecido a este cuyas celebraciones van del olvidado pulquito a la tecnología de sombres y leds en el corazón de la patria, en el escenario más propio de nuestro señor Presidente quien ahí ha tenido los momentos cimeros de su historia política –han sido tantos y cada uno más cimero en una cima inagotable–, porque ahí fue donde tras un largo andar de municipio en aldea y de villorrio en ranchería, una y otra vez sin fatiga por los caminos mexicanos, llegó a ponerse de hinojos frente a la majestad del simbólico chamán y a repetir como decía el prócer, yo me hinco donde el pueblo se arrodilla, con todo y el sahumerio oloroso a copal, pues así somos los mexicanos, festivos, alegres, con el corazón siempre cruzado por la flecha del orgullo, porque vivimos en un territorio mutilado y sin embargo nunca se llevaron los enemigos ni nuestra alma ni nuestro sentido de pertenencia, tal le dijo del príncipe Ngang-Lin al rey de T’sin cuando le quiso arrebatar su tierra y darle a cambio de ella, diez veces más suelo del logrado por sus artes imperiales; porque somos orgullosos sin importar los motivos del orgullo, porque somos invencibles como los sueños, porque en la fantasía nunca hay derrota ni queda vencido quien lucha en el amparo de espejismos de una vida inventada para confort de nuestro tiempo, porque nos hemos alzado una y otra vez de la mentira y el engaño, para caer en otra fábula y otra patraña, ¿sabe usted? y por eso nos vamos todos al Zócalo a esa enorme plancha en cuyo nombre se reúne nuestra vocación de comenzar y no acabar, de plantar a veces el cimiento, a veces la plataforma y no ponerle nadan encima porque a fin de cuentas ni falta nos hace; nada nos hace falta porque somos mexicanos y lo mismo festejamos la entrada de un Ejército abominable de vencedores expulsados de la memoria, o una aniversario del inicio de un movimiento culminado una decena y piso de años después, lo cual nada importa porque la nación no tenía prisa y el parto se demoró una década y como si nada, se pudo haber tardado más y así al fin vimos nacer el México traicionado por la corona de un emperador vanidoso cuyo armiño nada guardaba en relación con el humilde huarache de nuestros pobres campesinos, y hoy nadie porta capas imperiales ni mucho menos vemos testas coronadas, cuando más ponemos una silueta como troquel de galleta donde antes había monjes y navegantes esclavistas, porque hoy vivimos los doscientos años de una independencia consuma, no importa si la patria está consumida por tanta pobreza, por tanta desigualdad, porque para eso tenemos ahora un gobierno redentor, para olvidarnos de la corrupción y verla como se desvanece en el aire, como esas nubes de la pólvora en la fiesta de todos, en el Zócalo nuestro de cada día.