“Nadar sabe mi llama el agua fría”,dice uno de los versos más logrados de toda la literatura. Lo escribió Francisco de Quevedo alrededor de 1620, lo cual demuestra la perdurabilidad de la poesía.
La llama es el amor y el agua fría, el río de la muerte. El amor más allá de la ella.
Pero sin alardes culteranos ni poesía en el verbo infatigable, nuestro Señor Presidente le pone vejigas natatorias a su discurso y acude, más allá de la muerte, a repetir una más de sus descabelladas conciliaciones con el pasado, tan inútil como compleja: sacar de la sepultura del socavón derrumbado, a los mineros accidentados en Pasta de Conchos, Coahuila, hace 24 años, para volverlos a enterrar, ahora en medio de rezos y plegarias de sus deudos, quienes de paso, ya reciben la promesa del dinero, el poderoso caballero cuya metálica sonoridad no salva de la tumba, pero alivia las penas.
El día de los Fieles Difuntos –tan cercano–, persiste en el discurso presidencial y en la promesa de rescate (¿?) de los mineros de Pasta de Conchos, ahí en el estado donde hace una semana el paleontológico PRI –tan inhumado como los mamuts de Santa Lucía o los dinosaurios de La Laguna–, sepultó también la esperanza electoral de Morena. En su primer examen en las urnas después del entusiasmo de hace dos años, le dieron una paliza memorable.
Pero no es lo mismo –dijo el ranchero–, atrás que en ancas.
Las elecciones se ganan o se pierden y no hay en la “democracia” espacio para el empate.
Pero cuando eso ocurre, como sucedió en la segunda encuesta organizada por el Instituto Nacional Electoral para dirimir la dirigencia de Morena; viene la tercera para encontrar la vencida y en ese juego de espejos, Porfirio Muñoz Ledo gana dos de las tres mediciones, pero pierde la conducción del movimiento cuya promesa es linda y hechicera: la verdadera transformación de la patria.
De la vida terrenal a la llama cuya luz atraviesa el agua. La democracia más allá de la muerte.
Pero nada de esto persuade a Don Porfirio de bajar las manos.
Y si se me permite, para comprender el carácter de Muñoz Ledo, relataré una historia de su juventud, de los lejanos años de su vida estudiantil.
Dos eran sus gustos extra académicos.
Uno, el baile. Enorme danzarín, virtuoso del firulete tanguero y la cadencia danzonera.
El otro, el arte de los puños, la ciencia de Queensberry para entrar y salir de la guardia del oponente. El gancho fulminante, el “upper” al botón de la quijada. Certera lanza en el “jab” y el recto.
La pelea final entre él y Jesús Cortazar, quien años más tarde se dedicaría también a la política con menos fulgores. Tres episodios, tres “rounds”. Porfirio comienza con ventaja, pero en el tercer asalto se descuida:
Jesús lo acuesta; le paran la pelea. Ko técnico. Muñoz Ledo insiste, “puedo” seguir. Hecho una furia ve el campeonato en otras manos. Cortazar se va a las regaderas.
Mientras se enjabona, con los ojos cerrados por la espuma, escucha un ruido. Quiere voltear entre nubes jabonosas y sólo escucha la voz de Porfirio quien lo tunde y le advierte:
–¡A mi no me ganas, cabrón!
Y ahora, con el paso y el peso de los años, ya no irá a los vestidores a perseguir al rival enjabonado. Pero su enjundia es la misma.
Mario Delgado, quien lo vence tras un procedimiento tan dudoso como la pureza de “La bandida”, luce en la gorra de su cuarentena, la divisa de su “manejador”:
“Me canso Ganso”. No hay lugar para la duda.
El “Ratón” Macías todo le debía a su manager, Pepe Hernández, y a la virgencita de Guadalupe. Mario todo se lo debe al ganso. Me canso.
Dinero, se queja PML; mucho dinero para promover al heredero de Ramírez Cuellar y de Yeidkol, quien oportunista como suele ser, ya se había adherido al ex coordinador de la bancada en la Cámara de Diputados.
¡Unidad, unidad!, gritan todos mientras invocan los poderes absolutos de la militancia, concepto tan difuso como el pueblo mismo. La militancia es nuestra fuerza, dice la señora Citlali Hernández, quien es la secretaria general por obra y gracia de otra encuesta en la cual no hubo conflicto.
Y uno se pregunta, si la militancia es tan poderosa, ¿dónde estaba ella, tan invisible como ubicua, cuando estos se metieron en el lavadero de los insultos, los denuestos, las descalificaciones, las acusaciones inmobiliarias contra Yeidkol; la ferocidad de Bertha Luján, el espionaje de los “itamitas” y la inquisición de Héctor Díaz Polanco?
Quien sabe, quizá Doña Militancia clamaba desde el desierto de Altar por la candidatura de Alfonso Durazo, allá en las tierras donde se puede calcinar a una familia entera, sin castigo para los criminales, a pesar de la concurrente intromisión de la Oficina Federal de Investigación (FBI) americana, incapaz en este caso –a diferencia de su gemela la Agencia de Administración para el Control de las Drogas, DEA– de capturar allá (o aquí) a quienes mataron en llamas a niños y mujeres de la familia Le Barón.
Un gran logro, sin duda de Alfonso Durazo. Calcinados los niños extinguen el fuego con un cuartelito de la Guardia Nacional. ¿Y los responsables y los criminales y los asesinos?
Eso no importa, lo significativo es construir un memorial y de paso entregarles un dinerito a los deudos (y a sus gestores), para el alivio de las penas cuyo peso merma con un poco de pan. Y no solo de pan vive el hombre.
Pobre país sembrado de monumentos (“anti monumentas”, dicen las ultra feministas) para sustituir –con la evocación– la justicia.
El conjunto heroico de Tlatelolco –un edificio entero, un muro con muchos nombres –; el monumento escultórico del “Diez de junio” en San Cosme; el prometido memorial de los mineros de Pasta de Conchos; los enormes 43 de los “ayotzinapos” a quien ya ni siquiera los enquistados en el poder les pasan lista; la obra de recordación de las víctimas enfrente del Campo Marte (donde Cienfuegos puso un horrible monumento a la Lealtad), las cruces de Huitzilac, La Bombilla; mausoleos, cenotafios, placas, estatuas por aquí y por allá, al fin y al cabo ahora hay una glorieta en el futuro de cualquier memoria, porque Cristóbal Colón ha sido arrumbado en oscura bodega, de la cual no renacerá, no al menos durante este tiempo en el cual veremos, todo el año siguiente, la exaltación del indigenismo de pacotilla.
Pero no solo se trata del agua fría, forma poética de la muerte, sino de la visible, tangible y refrescante cuyos volúmenes de millones de litros les mandamos a los Estados Unidos, satisfechos por llegar a un arreglo producido por un tratado hecho durante la Segunda Guerra Mundial y no actualizado desde entonces, cuando éramos aliados.
Ahora no somos aliados, somos subordinados.
Pero las presas chihuahuenses –factor y escenario de la ruptura definitiva entre el Gobernador Corral y el Señor Presidente–, se han quedado al treinta por ciento.
“(Boletín).-El presidente Andrés Manuel López Obrador informó que el pasado 21 de octubre el Gobierno de México suscribió el acta 325 con relación al Tratado de Aguas de 1944 con Estados Unidos.
“En conferencia de prensa matutina agradeció a las autoridades estadounidenses la disposición de apoyar a México en caso de que se agote el agua para consumo humano en Chihuahua, a la cual se recurrió con el propósito de cumplir el convenio tras la negativa del gobierno estatal a entregar la parte que le corresponde.
“El jefe del Ejecutivo indicó que se trata de “un acontecimiento muy favorable” y que con esta medida “se evitó una sanción, un conflicto y se llegó a un acuerdo, un buen entendimiento”.
Un acontecimiento muy favorable. Los gringos nos van a dar agua cuando se nos agote por dárselas a ellos primero.
Ajá… ¿Y la nieve?