Hoy eso de ofrecer declaraciones de manera unilateral nos lleva –o al menos a mí– al punto de antes: ¿quién revisa al declarante? Y cuáles son las consecuencias reales, punibles, penales de cualquier falla o delito.

Como todos sabemos, la existencia de la Contraloría General de la Federación se debió, durante la administración de don Miguel de la Madrid, a un recurso de propaganda electoral y no tanto a un diseño comprometido de política pública real.

El asiento discursivo mismo de la campaña de aquel bien recordado presidente fue un equívoco en sí mismo, producto de la distorsionada percepción de la realidad de un colaborador suyo llamado Samuel del Villar.

Frente a las desmesuras conyugales, amatorias y pachangueras de José López Portillo, de cuya frivolidad todos tenemos memoria y, en algunos casos, anécdotas personales por ahora impublicables (al menos en este caso), la ley pendular de la política mexicana obligaba a presentar un rostro severo, de protección ética al ejercicio de la política.

Surgió, entonces, una de las frases más erróneas de nuestra historia presidencial: la “Renovación moral de la sociedad”, cuando ésta no requería mejoría ética ninguna, pues quien se había corrompido (la  “Colina del perro” fue un ejemplo, como la orquesta viajera de la señora Romano y otras alegrías impropias de este espacio, por ahora) era el gobierno, el sistema. La convocatoria debió ser hacia dentro, no para la sociedad “ajena” al problema.

Y si la corrupción permeaba a toda la sociedad (como era y es el caso), no iba a ser –como no ha sido— mediante la creación de una contraloría burocrática como se resolviera una falla axiológica de todo el conjunto nacional.

Pero con diligencia y habilidad fue creada la Contraloría, cuya inutilidad esencial quedó demostrada cuando se le modificó hasta el nombre en los tiempos de Vicente Fox (el fracaso de los peces gordos): Secretaría de la Función Pública, título de intensa ambigüedad.  Sólo sirve para llevarlo de paseo por el perineo o untárselo al Camembert. Nada.

Como algunas personas saben, este redactor trabajó en la Presidencia con el señor De la Madrid. Tuvo puestos de segunda o tercera fila, como se le quiera ver. Sin embargo, perteneció a la primera generación de funcionarios con obligación declarativa sobre el monto de sus bienes. Con cauteloso esmero llené mi primera declaración.

Un amigo, ya fallecido, me auxilió y me mostró la suya: Creso habría sido pobre junto a él.

—Mira, ponle que tienes cuadros de Picasso, joyas, dinero en  efectivo, dólares, Centenarios; terrenos, ranchos, propiedades aquí y allá.  Agrándalo todo y así cuando en el futuro ya tengas mucho podrás decir: lo declaré desde un principio, si alguna vez te quieren pescar por ahí. Nadie confirma la exactitud de tus declaraciones. Para eso se necesitaría un  auditor y el gobierno no tiene tiempo ni interés en ir tan lejos. Si no lo hace con Hacienda, menos con esto que es un cuento”.

Hoy eso de ofrecer declaraciones de manera unilateral nos lleva –o al menos a mí– al punto de antes: ¿quién revisa al declarante? Y cuáles son las consecuencias reales, punibles, penales de cualquier falla o delito.

Quizá ésa sea la única forma de mantener a raya a los funcionarios, pero vistas algunas evidencias recientes no parece ése ser el método ideal. Una contraloría del Ejecutivo para vigilar al Ejecutivo.

Y en cuanto a la debilidad crónica de la Auditoría Superior de la Federación, pues mejor ni hablamos. Siempre tarde, siempre ayuna de instrumentos eficaces para convertir en hechos punibles sus atisbos de  control y supervisión, siempre chimuela, siempre insuficiente.

elcristalazouno@hotmail.com

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

1 thought on “La inutilidad de las declaraciones”

  1. Entonces, si de nada sirve la S. de la Función Pública, qué se puede hacer vs del Delegado de la Cuauhtemoc, quién tiene clausurado un negocio que está en regla, sólo x q es un favor que le debe a un comité vecinal……la inversión parada y trabajos perdidos!

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